XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

El paraíso

Paula Mercedes Pacheco, 17 años

 Colegio Nuestra Señora del Pilar (Arequipa, Perú) 

Marina se encontraba en el centro de la plaza de Ciudad Blanca, al lado de la fuente conocida como Tuturutu y mirando hacia la catedral, que gracias a la iluminación de las farolas, reflectaba un aura de calidez en medio de la noche.

No había vuelto a aquel lugar desde que su familia se mudó, obligada por un mal negocio que les dejó en la ruina. En su nueva ciudad había tenido que emplearse como limpiadora de una casa, para colaborar en el pago de los gastos familiares. No era un oficio que le gustara, pero se lo exigía la necesidad. Como era una chica soñadora, le dolía que tantas veces al día la reprendiera Glenda, su patrona, a causa de los seguidos episodios en los que se quedaba mirando un punto fijo, soñando con los ojos abiertos y añorando el pasado.

De pequeña había participado en competiciones de danza al son de la música típica de Ciudad Blanca. Disfrutaba en los concursos que se celebraban en aquella plaza, en los que lucía un pesado faldón blanco. La primera vez que bailó, con seis años, buscó en sus pies descalzos y en las manos —que apretaban un burruño de su falda como si fuera un pañuelo— un punto seguro antes de subir al escenario. Una vez sobre las tablas, comprendió que los portales de la plaza y la fachada de la catedral la acogían como una madre dispuesta a abrazar a su hija. Le sorprendió que por detrás del campanario se alzaran, como dos gigantes que la cuidaran, un par de volcanes azules.

Aquella vista le dio, en aquel momento, la seguridad que necesitaba para volver a sentir su cuerpo, tomando conciencia del moño en su cabeza y la flor de texao que lo adornaba. Ese día, bailó como nunca antes lo había hecho.

Parpadeando un par de veces, Marina salió de su memoria para mirar alrededor. Se encontraba sola en medio de ese pequeño paraíso, sonriendo para sí.

Una guitarra comenzó a sonar, acompañada por el tocar de un cajón y un acordeón. No sabía de dónde venía aquella música y tampoco le importó. Ese fue su momento.

Agarró con una mano el extremo inferior del enorme faldón que llevaba puesto y colocó el brazo a la altura de su cintura adoptando una pose digna para la danza. Ya no era una niña, por lo que necesitaba un compañero para completar el baile.

Apareció un joven sin rostro, con los aditamentos necesarios para la danza: sombrero de ala ancha, pañuelos rojos en el cuello y la cintura, camisa blanca, chaleco y pantalones negros, y el indispensable pañuelo blanco.

Sonó la música y la pareja bailó siguiendo el ritmo. Saltaban, zapateaban, giraban y sacudían sus pañuelos en un juego de coquetería que solo ellos parecían conocer. Marina estaba demasiado concentrada y feliz como para notar que ya no tocaba el suelo y se elevaba en medio de las torres de la catedral. Flotaba con gracia y giraba con galantería. Su sonrisa hacía más notorio el lunar en su mejilla. Marina era dichosa.

—¿Qué crees que haces holgazaneando de nuevo? —dijo una voz—. ¡Por amor a la Virgen! ¡Marina!... ¡Marina!...

Ese último grito fue como un balde de agua que trajo a Marina a la realidad. Glenda, la patrona, acabada de entrar en la habitación que Marina tendría que estar limpiando, para encontrar a la joven con los ojos puestos en el cuadro de un volcán azul. Llevaba así cerca de treinta minutos.

—No sé qué hacer contigo —suspiró Glenda— . Baja de la nubes de una vez y vuelve al trabajo.

Marina tomó el trapeador y lo sumergió en agua, disculpándose varias veces.

—Lo siento, Glenda —se disculpó—, pero tengo que hacerte una pregunta que creo que me justifica esta vez.

—¡Vaya tontería! A ver, ¿cuál es esa dichosa pregunta? —le soltó con tono burlón.

Marina dibujó una sonrisa.

—Si estuvieras soñando con el paraíso, ¿te querrías despertar?