III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El pasaporte

Pilar Soldado, 14 años

                Colegio Entreolivos (Sevilla)  

   -Bueno, yo no la hecho de menos –dijo Antonia con tono de desprecio-. Recuerdo las tardes que pasábamos tomando el té, cuando atraía la atención de todo el mundo con aquella sonrisa, que segurísimo, era falsa.

    -¿Te acuerdas del mendigo del parque? Ahora vive en un buen piso gracias a los millones que le dio. Yo creo que lo hizo para darse importancia... – comentó Juanita.

    -Bueno, ¡ya basta, señoras! –se interpuso Concha-. No deberían de hablar así de doña Carmen. Está muy sola desde que su marido Miguel falleció. Recuerden que no tiene hijos y que siempre ha sido muy cariñosa y generosa con nosotras. ¿Les parece bien hablar mal de ella a sus espaldas?

    -¡Anda la defensora! Ella nunca viene a visitarnos ni nos deja entrar en su casa. Yo ya no la considero mi amiga...

    -No seas así, Antonia –le interrumpió Concha-. Es por lo de su enfermedad. Ya no sabe quién es y, encima, sigue empeorando, habla con dificultad, le cuesta entendernos... Querían llevarla a un asilo, pero se negó.

    -¡Pues ojalá estuviese allí! –Juanita alzó la voz, pero una mirada acusadora de Concha le hizo callarse, un tanto avergonzada.

    Aquella colección de ancianas, vecinas de doña Carmen, vivía en el portal enfrente del parque. Doña Carmen tenía ochenta y siete años, vivía sola y padecía alzheimer. Antes era una mujer divertida y generosa, pero todo había cambiado desde que su cabeza se hundió en el olvido.

***

    Alguien llamó. Doña Carmen se levantó de su silla y corrió a abrir la puerta.

    -¿Quién es?

    Entonces, unos ojos azules se cruzaron con los suyos. Se trataba de una niña de edad indefinida, de tez blanca y el cabello rubio, que le caía ondulado sobre los hombros y estaba adornado por un pasador con forma de alas plateadas. Llevaba un vestido rosa, sencillo, con una pequeñísima placa con las iniciales “M.E”. Pero doña Carmen no se fijó en ninguno de estos detalles.

    -Buenas tardes –se presentó-. Me llamo Elena y le traigo un regalo.

    -¿Un regalo? –se extrañó la anciana.

    -¿Puedo pasar? Me he perdido y no tengo teléfono para llamar a mis padres.

    -Sí. Pasa, pasa... Tengo un teléfono, pero no recuerdo... -dudó temblorosa.

    Cinco minutos más tarde, doña Concha se había olvidado de dónde había salido aquella niña. La trataba como si siempre hubiese estado allí. El regalo, adornado con cintas doradas, permaneció en la mesita de noche, sin abrir.

    Dos semanas más tarde, la casa de doña Carmen se llenó de alboroto. Se llevaba muy bien con la niña, tanto que entre ellas se llamaban “abuela” y “nieta”. Llegó a creerse que era su nieta de verdad.

Las vecinas se acercaban a fisgonear. Veían a la señora sonriendo y hablando consigo misma. Pensaron que se estaba trastornando.

    Nadie sabía que vivía feliz con Elena. Como el alzheimer progresaba, la niña empezó a darle de comer y a peinarla. Una mañana, doña Carmen salió a la calle y se sentó delante del portal. Entonces, Antonia y Juanita se conchavaron para sacarle un buen manojo de billetes. Después se burlaron de ella.

    Doña Cocha volvió a casa con los ojos rojos, a punto de llorar.

    -¿Qué te pasa, abuela? –le preguntó la niña.

    -Me han gritado un montón de palabras feas, después de que les regalara un montoncito de papeles de colores, de esos que te los cambian por otras cosas.

    -No se lo tengas en cuenta.

    Doña Carmen abrazó a la niña y se quedó dormida a su lado.

***

    Un día, la casa parecía deshabitada. Las vecinas se acercaron y, como la puerta estaba abierta, entraron. En una habitación yacía la señora Carmen muy pálida. Las vecinas, muy asustadas, telefonearon a urgencias.

    -Esta mujer está muy enferma. Ha empeorado –diagnosticó el médico.

    -¡Qué susto nos hemos dado! ¿Podemos entrar a visitarla?- dijeron las ancianas a coro.

    -Sí, pero no la molesten mucho. Debe descansar.

    La habitación de la enferma se llenó por completo de mujeres que no conocía. Estaba asustada.

    -¿Quiénes son ustedes? -preguntó con inocencia.

    Juanita le tomó la mano y comenzó a llorar.

    -¡Oh, Carmen! Lo siento..., lo siento muchísimo. Perdóname por haberte insultado, por haberte hecho sufrir, por no haber estado contigo en los momentos en los que tú me necesitabas. Perdóname por haber sido una envidiosa. ¡Toma tu dinero! –le metió un puñado de billetes entre las manos-. Me aproveché de ti.

    La anciana se incorporó.

    -No sé quién eres, pero te perdono, aunque no recuerdo nada de lo que me dices. En cuanto al dinero, no lo quiero. ¡Elena, Elena!

    -¿A quién está usted llamando? -preguntó Juanita, extrañada-. Ninguna de nosotras se llama Elena.

    -A mi nieta. Quisiera que la vieran.

    Las vecinas se limitaron a sonreír. Sabían que no tenía familia.

***

    -¡Mi niña! -exclamó al ver a Elena-. ¿Dónde has estado? Hoy a sido el día más feliz de mi vida. Hay mucha gente que me quiere.

     -Me alegro, abuela.

    -Quédate junto a mí... No me encuentro muy bien.

    -Tranquila, estoy contigo -dijo al mismo tiempo que ponía una caja con cintas doradas encima de la cama-. Hay alguien que lleva muchísimo tiempo esperándote. Es una persona que te quiere con locura, pero que no puede venir a visitarte.

    -¿Quién es esa persona?

    -Mira, abuela, te he traído unos pasaportes para viajar –sacó una libreta de la caja.

    -¿Viajar? -repitió lentamente- No recuerdo qué es eso.

    -Dame la mano. Las estrellas nos guiarán...

***

    Los demás ángeles celebraban el éxito de la M.E. (Misión Especial) de Elena. En un rincón más alejado, una chica andaba perdida.

    -¿Miguel? –preguntó, joven, guapa, y alegre.

    El chico dio la vuelta.

    -¿Carmen?

    Entonces corrieron el uno hacia el otro, hasta que se fundieron en un abrazo.