XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

El perfume 

Alfonso Martínez Gayá, 18 años 

Colegio El Prado (Madrid) 

Un suave aroma a canela, que no percibía desde hacía mucho tiempo, le acarició la nariz. Levantó la cabeza en busca de su procedencia y entonces la vio: una mujer de pelo castaño se alejaba por la esquina de la calle. Caminó hacía ella y la llamó. La mujer se giró. Entonces descubrió que no era el rostro que buscaba y, en un instante, rompió a llorar.

Su historia de amor había comenzado en una animada cafetería. La vio entrar, mojada por la lluvia, y sentarse en un velador a unos metros de su mesa. Dejó que pidiera un café. Cuando el camarero se lo sirvió, reunió valor para ponerse en pie y preguntarle si le permitía sentarse a su lado. Estaba sorprendido de su coraje, pues nunca había hecho nada parecido. Y se lo confesó. Un buen rato después, antes de despedirse, intercambiaron sus números de teléfono.

A aquel primer encuentro siguió otro, y otro, y otro… Pasaron de ser unos completos desconocidos a iniciar una relación íntima, en la que descubrieron que la noche de Madrid se había hecho para ellos. Coleccionaron momentos, como su primer beso bajo los astros, en el puente de San Fernando, o la madrugada que lanzaron monedas al río Manzanares con la misma inocencia de quien se pone de espaldas a la Fontana di Trevi.

Pasaron los días y los meses, hasta que llegó su primer aniversario. Pedro estaba muy nervioso porque le iba a entregar un regalo que, sabía, iba a encantarle: un perfume de canela. Lo percibió durante un paseo, cuando María se detuvo ante un escaparate y miró con deseo aquel pequeño frasco. 

Se lo entregó durante la cena, junto a una diminuta cajita. Cuando la abrió, los ojos de María se humedecieron de emoción, pues contenía un anillo de compromiso. Nueve meses después se casaron. Pero ahí no acabó su aventura.

Una tarde ella volvió del trabajo como ausente. Pedro lo notó, así que la acompañó al sofá y le preguntó si quería un té. María lo rechazó con un gesto de cabeza al tiempo que él se acomodaba a su lado.

–¿Qué te ocurre? –le preguntó, mirándola a los ojos.

María no logró articular palabra. Buscó algo en el bolsillo de su chaqueta. Eran unos papeles. Se los entregó a su marido. Mientras Pedro los leía, rompió a llorar. Sus lágrimas se juntaron a las de su mujer.

Ella vivió sus últimos meses con normalidad, como si no ocurriera nada. Sin embargo Pedro se desesperaba en busca de un tratamiento experimental, de nuevos medicamentos que pudiesen ayudarla. No obtuvo resultados. 

María no quería verle así, derrotado, pero aunque le había intentado distraer muchas veces, no lo conseguía.

La tarde del 21 de junio Pedro recibió una llamada telefónica en su oficina. Habían trasladado a su mujer al hospital Alcázar de San Juan. Estaba grave. 

Una enfermera le guio hasta la habitación. Al abrir la puerta percibió el perfume a canela que tanto significaba para ellos. Se acercó a la cama y le suplicó a María que se quedará con él. Con un último suspiro, ella le agradeció la manera con la que la había amado. 

Días después, en el funeral, Pedro sintió que ella seguía acompañándole. Del mismo modo que un niño reconoce a sus padres y hermanos por el sonido de sus pasos o el característico tintineo de las llaves al abrir la puerta, Pedro tenía aquel dulce aroma.