I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El perro y el oso

Miguel Díaz 16 años

                 Colegio Parque, Galapagar (Madrid)  

     Todavía no había salido el sol, pero ya había luz. Los débiles rayos que entraban por la ventana daban de lleno en la cara de Andrés, que permanecía todavía dormido. Con el canto del gallo Andrés, que había estado inmóvil hasta entonces, se levantó de la cama. Sin entretenerse en estiramientos, se puso manos a la obra. Comenzó a vestirse; como hacía algo de frío, procuró ponerse ropa gruesa, pues le esperaban unos cuantos días fuera de casa.

Antes de salir, cogió su zurrón, cerró la puerta y comenzó a caminar hacia el pequeño establo junto a su casa. Abrió la puerta y miró al interior. Rápidamente salieron sus dos perros a saludarle. Le echaban las patas al pecho y emitían gemidos zalameros. Andrés sacó dos grandes trozos de carne y los lanzó lejos, para que los mastines le dejasen un momento en paz. Las ovejas permanecían inmóviles en el interior del establo, esperando una orden para iniciar la marcha.

Andrés se colgó al hombro la escopeta y empezó a empujar al rebaño hacia el exterior. Las ovejas salieron desordenadamente por la pequeña portera.

El sol comenzaba ya a elevarse y el cielo adquiría un fuerte color naranja que se mezclaba con el amarillo de los trigales. La gran bola de fuego iba ascendiendo poco a poco por un cielo cada vez más azul. Andrés inició la marcha hacia el norte, dejando su casa y el pequeño pueblo a sus espaldas. Cogió el camino que se dirigía hacia el bosque de hayas y más allá, hacia los verdes prados de las montañas.

El viaje no era muy largo pero convenía pasar el bosque para evitar a los osos. Andrés aceleró la marcha, quedaba todavía una legua para llegar al bosque y quería atravesarlo antes de la hora de comer. Los perros iban a la cabeza del rebaño y miraban continuamente hacia atrás para asegurarse de que todo marchaba bien y de que Andrés seguía allí, tras el rebaño.

La relación entre Andrés y sus perros, Yera y Mollanos, era más que de amo a perro. Cada uno estaba siempre pendiente del otro y no se perdían de vista. Para Andrés eran sus mejores amigos: comían lo mismo que él, iban donde él iba y siempre estaban dispuestos a dar la vida por su amo, que los cuidaba con mucho cariño. Sólo tenía que dar un silbido y ellos se ponían al instante a sus pies.

El día se presentaba caluroso y el sol pegaba cada vez más fuerte sobre los extensos campos palentinos, que adquirían colores de gran viveza. El camino parecía no acabar nunca. Aunque llevaba años viajando por esa misma ruta, siempre le parecía más larga de lo que en realidad era. Se iban sucediendo los ondulados campos, que pasaban despacio, hasta que al fin comenzó a divisar las grandes cumbres grisáceas de la cordillera cantábrica.

El bosque estaba tras la vía del ferrocarril. El rebaño comenzó a bajar por el camino hasta llegar a los raíles, donde Andrés se detuvo con las ovejas. Miró la hora en el reloj de bolsillo de su padre:

- Vaya, las once en punto. Será mejor descansar aquí hasta que pase el tren correo a León.

Las ovejas se fueron esparciendo por los campos que flanqueaban el camino, pero sin acercarse a la vía. Andrés, Yera y Mollanos se sentaron juntos en una pequeña roca mientras divisaban el rebaño, siempre ajeno a todo lo que le rodea. Escuchó el silbido del tren, cada vez más cercano y apareció la vieja locomotora de vapor seguida de los largos vagones. Cuando el tren estuvo lo suficientemente cerca, Andrés pudo ver cómo uno de los maquinistas se asomaba para saludarle, haciendo silbar la locomotora varias. Algunas ovejas echaron a correr, despavoridas. El pastor entonces se levantó y mandó a los perros que reuniesen el rebaño para continuar la marcha.

Sin retrasarse, cruzaron la vía y entraron en el bosque por un tortuoso camino. Ahora su mayor preocupación eran los osos. Nunca se había encontrado con uno, pero sabía que estaban cerca. Frecuentaban aquella zona en busca de restos de comida.

A medida que se adentraban entre las hayas, todo se hacía más silencioso y oscuro. Empezaba a ponerse nervioso: “¿Y si se aparece un oso?”. Era la pregunta que siempre se hacía. Sin embargo, luego no pasaba nada. Pero esta vez reinaba un silencio pesaroso. Las ovejas aceleraban el paso, como si olieran algo raro. De repente los dos perros se detuvieron y olfatearon el aire y miraron a su alrededor. Las ovejas también se pararon, como si esperasen la reacción de los perros. Andrés también permanecía inmóvil, esperando.

El silencio se apoderó del lugar. La luz a duras penas atravesaba la espesa capa de hojas. Se empezó a oír el crujir de las ramas. Los perros empezaron a gruñir y se dirigieron a la cabeza del rebaño cuando se empezaron a mover los arbustos. Andrés pudo ver como Mollanos se lanzaba hacia la maleza bajo la mirada de Yera, que no dejaba de ladrar. En ese momento, salió de entre los arbustos un gran oso sobre sus dos patas traseras emitiendo un enorme rugido. Yera y Mollanos empezaron a ladrar con todas sus fuerzas mientras se movían de un lado a otro amenazando con lanzarse.

Andrés se quedó inmóvil mientras las ovejas habían empezado a correr, despavoridas, cada una hacia un sitio distinto. Se quedaron solos los perros, el oso y Andrés, que observaba cómo sus dos perros desafiaban a aquella bestia que parecía cuatro veces más grande que los perros.

Mollanos se lanzó contra el oso y comenzó a luchar. Los sonidos que emitían, sumados a los constantes ladridos de Yera, producían auténtico pavor. No se sabía quién mordía o arañaba a quién. Yera seguía observando la pelea. No luchaba, atenta a su amo. El pastor comprendió que debía hacer algo para terminar con aquello.

Cada vez eran más fuertes los aullidos y rugidos de los animales. Andrés cogió la escopeta que llevaba a su espalda, la apoyó sobre su hombro y apuntó. Pero no diferenciaba a Mollanos del oso. Se movían demasiado y podía herir a su perro. Se le ocurrió entonces disparar al aire. Apretó el gatillo y bramó una fuerte explosión seguida del ruido de los perdigones al atravesar el follaje. Entonces el oso se irguió con Mollanos colgado a su cuello e hizo un rápido y brusco movimiento. Soltó al can de un fuerte zarpazo. Sin entretenerse, huyó allí por donde había venido.

Volvió a reinar el silencio y todo se quedó inmóvil, hasta que Andrés acudió en socorro de Mollanos, tendido en el centro del camino. Yera ya estaba allí, observándole. El fiel mastín no se movía y había sangre por todo su cuerpo. Entonces empezó a emitir unos leves aullidos de dolor con los ojos entrecerrados.

A Andrés le invadió un sentimiento de ira y tristeza. Había perdido a todas las ovejas y uno de sus perros estaba agonizando. Los aullidos de Mollanos eran cada vez más fuertes. El pastor podía llevarlo al pueblo, pero estaba demasiado lejos. Había que asumir su muerte por duro que fuera. Pero el perro estaba sufriendo demasiado como para dejar que todo ocurriera de forma natural.

Se agachó para acariciarle la cabeza. Recordó los momentos que Mollanos vivió junto a él: sus primeros días, su aprendizaje, el cariño y respeto que se guardaban… El perro miró a su amo con una expresión en la que parecía dar gracias por la buena vida que Andrés le había dispensado.

El pastor se levantó. Pensó en acabar de inmediato con el sufrimiento del perro y decidió usar la escopeta. Mollanos le salvaba de un enorme oso y ahora Andrés iba a pegarle un tiro. Sin embargo, no podía verlo sufrir de aquella manera. Tomó la escopeta, la apoyó sobre el hombro y apuntó bajo la atenta mirada de Yera, que permanecía sentada junto a Mollanos. La perra, al descubrir las intenciones de su amo hizo varios amagos, para que recapacitara.

Mientras mantenía el arma en línea, a Andrés le inundaron mil dudas: si hacía lo correcto, si Mollanos se estaría dando cuenta, si Yera le perdonaría… Los segundos se hacían horas soportando el peso del cañón. Sólo había que apretar el gatillo y todo terminaría. Pero Andrés no podía. Conocía a Yera y Mollanos desde que nacieron, hace ya diez años. Jugaba con ellos, les mostró cómo se trabaja el rebaño y ahora, el mastín daba su vida por él. Era demasiado injusto terminar así.

Bajó la escopeta cuando reparó en que Mollanos había muerto observando como su amo le apuntaba con un arma. Yera se tumbó sobre el cuerpo de su compañero y permaneció inmóvil. Andrés se sentó junto a los dos mientras pensaba si podría haber evitado aquel incidente. Siempre le quedaría ese recuerdo, el del perro y el oso.