XV Edición
Curso 2018 - 2019
El piano
José Carlos Ortega, 18 años
Colegio Campogrande (Hermosillo, Sonora, México)
No recuerdo cuándo fue la última vez que toqué aquel piano, que ahora tiene un suave aroma a soledad y una ligera capa de polvo sobre las teclas. Estoy seguro de que si me sentara en el banquillo, rechinarían todas sus uniones. Aquel instrumento de cuerda me trae tantos recuerdos… Sus bordes curvados siempre me parecieron, vistos desde las escaleras, una nota musical. Y su tono café amarillento, el de la piel. El golpe de los martillos contra las cuerdas me llenaba de escalofríos. Las melodías que interpreté suenan ahora tan vacías como una alcancía sin monedas.
Aunque sea un instrumento valioso, ese valor se ha perdido para mí. Sin embargo, no me puedo deshacer de él, porque siento una parte de su alma unida a la mía. Si lo vendiera, vendería lo único que me queda.
Las mañanas son nubladas, las tardes lluviosas, pero la noche… La noche es preciosa, con la luna llena y enorme, de la que percibo sus cráteres. Pero no logro ver ese estúpido conejo del que todo el mundo habla. Muchos festejan a la luna cuando está llena. ¿Qué ocurre cuando solo vemos una parte o cuando se esconde por completo en luna nueva? Un cuarto de luna es bellísimo. Uno puede imaginarse sentado en ella. Además, qué perfección la del reflejo del sol sobre ella, y que la tierra cubra ese reflejo ciertas noches al mes para que nos resulte especial admirarla de nuevo toda entera…
La luna es como una madre protectora que siempre nos guarda, aunque no la veamos en todo momento. Precisamente cuando desaparece de nuestros ojos es cuando podemos contemplar las demás maravillas del universo, las constelaciones que conforman el cielo nocturno.
Adoraba ver las estrellas y la luna. Sacaba el piano a la terraza de vez en cuando y ponía toda mi habilidad en la interpretación de cada nota. Quería hacer de esa composición en esa noche una eternidad. Porque la tenía a ella a mi lado, con su cabello que se mecía al compás del aire.
Aunque me esforzaba con empeño al preparar la cena, mis platos resultaban un desastre. Los dones que recibí para la música no se traspasaron a la cocina. Pero ella me sonreía, sin falsedad. Por supuesto, no valoraba mi destreza culinaria sino el esfuerzo que yo ponía en los guisos.
Al terminar de cenar dábamos una vuelta a la cuadra. Aquellas calles, de noche, son preciosas. Quisiera explicarlo con detalle, pero no puedo… Solo mencionaré la suavidad de su mano y el abrigo de su cabeza reclinada en mi hombro. Me advertía a mí mismo: «No cometas errores», pero siempre me tropezaba, o me golpeaba un balón volador lanzado por unos niños o nos encontrábamos con una pareja gritona en la esquina. A ella nada de eso parecía afectarle. Sabía gozar el momento.
Nos despedíamos al terminar el recorrido, cerca de la medianoche. Entonces yo me marchaba a casa y dormía tranquilo, sin pesadillas. Y cuando me despertaba, regresaba al piano para componer nuevas canciones, con la intención de que ella las escuchara cuando llegara la noche y, así, hacer de cada velada una experiencia diferente.
Cuando, una vez caído el sol, ella tocaba el timbre y yo le abría la puerta, me encontraba con su sonrisa, tan honesta como siempre. Y entonces la llevaba hasta el piano, deseoso de que escuchara mis melodías.
Pero desde que la perdí, el piano está solo, con una ligera capa de polvo sobre las teclas.