XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El precio de la fama 

Blanca Troya, 14 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Hace años conocí a un anciano cartógrafo judío, que daba clases en mi universidad. Su aula solía encontrarse medio vacía, apenas con tres alumnos, no solo porque la materia que impartía fuera apenas conocida, ni porque la clase estuviera en una esquina de la planta dedicada a los despachos del profesorado, a la que los estudiantes no solíamos acceder, sino porque aquel hombre tenía fama de persona distante y de pocas palabras. Apenas se le veía por la facultad; parecía que viviese en aquel rincón.

Un día me acerqué al despacho del vicedecano y pasé por delante de la clase, que tenía la puerta abierta. Me sorprendió ver a los tres alumnos escuchando las explicaciones del profesor con una completa atención. Movido por la curiosidad, me quedé junto a uno de los dinteles durante unos minutos. Apenas precisé aquel rato para comprender la razón de tanto interés. El profesor me fascinó, pues sobre sus mapas desplegaba hechos como si contara cuentos; recorría los ríos con la yema de los dedos y trazaba en la pizarra las costas con una precisión fotográfica, más propia de un artista que de un académico. De pronto, el anciano notó mi presencia y me miró confundido. No me dijo nada, pero como me sentí incomodado, volví a mi clase.

Durante los siguientes días no pude olvidar la voz y los gestos del profesor; tampoco lo que había explicado, así que me acerqué de nuevo para preguntarle si podría asistir como oyente a algunas de sus lecciones. En un primer momento el cartógrafo no me respondió sino que me recorrió con la mirada antes de decirme:

–Estás invitado siempre que quieras.

Necesité pocas sesiones para enamorarme de su asignatura. Además de disfrutar de sus intervenciones, estudiarla también me gustaba. Con aquel entusiasmo me gané el aprecio del profesor, al que no tardé en tratar como a un padre y consejero, pues siempre encontraba un momento para ayudarme o conversar. Poco a poco aprendí a compaginar mi propia carrera universitaria con sus conocimientos, y aunque no tuve la intención de abandonar mis estudios (lo que habría podido decepcionar a mi familia), intenté motivar a algunos de mis compañeros para que me acompañaran. Fue un esfuerzo vano.

Pasaron los meses. Cuánto más aprendía, me iba dando cuenta de que aquellas lecciones se habían convertido en una parte de mí.

Un día me contó cómo había surgido su pasión por los mapas: fue durante su infancia, a partir de que se encontrara un viejo atlas en la biblioteca de su abuelo. Empezó a sobrevolar las páginas y los mapas, soñando conocer aquellos territorios algún día.

Durante las vacaciones de verano hice cientos de bocetos, buscando el pulso con el que el anciano dibujaba el perfil del mundo. Cuando en septiembre me dirigí a su clase para enseñarle mis apuntes, encontré el aula vacía: sin mapas, sin lápices, sin profesor. Le busqué por toda la facultad, pero no lo encontré. Preocupado, me dirigí a secretaría, donde me informaron que cuatro alumnos no eran suficientes para mantener una asignatura, así que la universidad había decidido suprimirla. Como al profesor nada le retenía en la ciudad, volvió a su tierra. 

Me quedé inmóvil, pues había perdido mi refugio en aquel que me había despertado una pasión maravillosa.

*      *      *

Acabé mi carrera y me convertí en el hombre exitoso al que mis padres decían que estaba llamado. Sin embargo, cuando me siento en la oficina frente al ordenador, me fijo en mis manos, que teclean balances cuando estaban destinadas a dibujar mapas. A pesar de ello, algunas noches garabateo en los márgenes de mi libreta. Quizá, en algún rincón del mundo, él también siga dibujando.