XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

El precio de la libertad

Antonio Rubio, 17 años

Colegio Mulhacén 

A Fabio le gustaba salir a la calle: pasear por la avenida arbolada que quedaba detrás de su casa, sentarse en el café literario por las tardes, ver el cielo abrirse tras una violenta tormenta o teñirse de ocre en los atardeceres reflejados en el lago de los patos. Sí, a Fabio le gustaba salir a la calle. Pero de eso hacía mucho tiempo; ni siquiera recordaba la última vez que cruzó el asfalto o la última vez que compró el periódico. Pero no se olvidaba de la tarde en la que unos hombres de uniforme negro, gorra de plato y pistola al cinto, le invitaron a volver a su casa.

Aunque les preguntó la razón de su arresto, los uniformados no le respondieron. Tras un breve cruce de miradas, le rodearon. Entonces Fabio comprendió que debía regresar sin esperar explicaciones. Miró al sol, que avergonzado por lo ocurrido se ocultaba detrás de las nubes, a los gorriones y a sus vecinos y amigos, que le miraban de forma hostil.

Cuando llegaron a su portal, tuvo la idea de escapar, aparentando entrar para luego salir. Subió los dos escalones del zaguán, entró en su casa y cerró la puerta. Entonces esperó unos instantes mientras pegaba la oreja intentando escuchar algo; después bajó de nuevo al portal y miró a la calle. Abrió el vano de la puerta, adelantó la pierna derecha y se deslizó hacia el exterior. Ya había conseguido salir cuando recibió un golpe en la nuca. Su conciencia quedó en tinieblas.

***

Era la hora de comer, y se retrasaban. Aún no estaba la bandeja que le traían a la misma hora desde hacía ya muchos años. En los primeros años del encierro, se había preguntado con insistencia por qué le tenían retenido. Para distraerse había leído todos los libros a su disposición, desperdigados por todas las habitaciones de su casa. Un día llegaron otros hombres, esta vez de rojo, armados con fusiles y porras. Eran los mismos que los que le apresaron, pero con otro uniforme. Vaciaron la casa de libros: los primeros, los de Filosofía e Historia; luego Literatura y Geografía; idiomas y Psicología… Tardaron varios días en raptar los libros de Fabio, al que encerraron en el cuarto de baño. Una vez terminaron, lo liberaron y se fueron.

Fabio cayó en una profunda depresión. Apenas comía ni dormía. Se pasaba las noches meditabundo, hasta que dejó de distinguir entre noche y día. Le dolía haber olvidado los títulos y contenido de sus libros, y no saber tampoco su paradero ni su destino. Solía escribir notas sueltas y se inventó una familia de seres extraños que habitaban con él en la casa, con los que hablaba a menudo en sus eternas horas de soledad.

Un mediodía se encontró con una nota debajo del plato del puré. Leyó:

Habitante: el Gobierno ha reconsiderado su situación. Pese a los delitos que ha cometido contra el pueblo, el Gobierno ha decidido liberarle. Para ello, debe aceptar los siguientes términos:

1. Visitará al médico mental tres veces por semana.

2. No escribirá ni leerá ningún texto que no pertenezca al conjunto de “Textos recomendados” que ofrece el Ministerio de Educación.

3. No incitará a sus cohabitantes a tener pensamientos contrarios al Gobierno.

4. Deberá respetar y cumplir las leyes de la Gran República Nacional.

5. No se le permitirá salir a la calle más de dos horas y media seguidas.

6. No abandonará la ciudad bajo ninguna excusa.

7. Respecto a sus antiguos compañeros de oficio, no contactará con ellos.

8. No practicará ninguna religión que no sea la oficial.

9. Se abstendrá de cualquier acción contra el Estado.

Se trata de una gran oportunidad para que usted, pese a sus actos delictivos como profesor y escritor manipulador de la verdad, se integre en la hermosa sociedad de nuestra Gran República Nacional.

Atentamente,

El Presidente de la GRN

P.S.: Si no acepta, todo el peso de la Ley caerá sobre usted.

Fabio comprendió por qué lo habían encerrado: el origen estaba en una columna que había publicado en el periódico del barrio, en la que informaba del pésimo estado de las aulas de la Facultad de Filosofía, donde impartió clase años atrás. Fue aquel artículo el que provocó todo aquello.

Miró de improviso su título de profesor, colgado en la pared. Algo le llamó poderosamente la atención: firmaba el presidente de la República Libre, y sin embargo, ese Estado había desaparecido hacía mucho tiempo.

En la siguiente comida, le entregaron un papel en blanco y un lápiz. El hombre de rojo le indicó que debía firmar todos los compromisos. Pero una vez Fabio terminó el postre, se sentó en su escritorio y, tras meditarlo durante un tiempo, comenzó a escribir en aquel papel.

Unos días después llegaron a su casa unos hombres armados con fusiles, de uniforme azul, que lo condujeron a la calle. La luz del sol le cegó durante unos instantes. Sintió de nuevo el roce de sus rayos y el de un frío viento que atravesaba la calle, que estaba desolada: todos los edificios estaban destruidos.

Los soldados le ordenaron que se detuviera frente a una ruinosa pared. Apuntaron y dispararon sin que Fabio pudiera dirigir una última mirada al cielo. Aquel fue el precio de su libertad.