III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El reencuentro

Patricia Pugnairé, 16 años

                  Colegio Canigó (Barcelona)  

      Me consideraba con suerte. No todo el mundo podía decir que había estado en los cinco continentes, en los escenarios más emblemáticos de todo el mundo: Milán, París, San Petersburgo, Barcelona, Venecia, Nueva York, Sydney… Durante mis viajes había tenido la oportunidad de codearme con las más altas personalidades del mundo de la música. Mi vida no podía ser calificada como monótona y aburrida, uniforme y predecible, sino todo lo contrario.

      Mis orígenes eran nobles. Pertenezco a una de las más ilustres familias dentro de los de mi condición y, aunque sólo sea por eso, debería considerarme afortunado. Pero no todo fue fácil para mí porque, aun con mi linaje, acabé en un viejo trastero, en la polvorienta buhardilla de un taller de la ciudad de Viena. Se habían olvidado de mí. Nadie, exceptuando a Frank, recordaba mi existencia.

      Reposaba sobre una de las muchas estanterías de aquel lóbrego y desvencijado cuartucho junto a cajas, recuerdos de juventud, fotografías deterioradas por el paso del tiempo, relojes sin dar cuerda y otros muchos artículos que no vale la pena detallar. Allí permanecí durante diez años. Mi pasado acabó pareciéndome tan remoto que casi lo olvidé.

      Pero, de repente, todo cambió. Mi cuerpo estaba cubierto de hollín, que caía de una salida de humos. Aquel día, Frank entró en el cuarto, tan sólo iluminado por unos leves rayos de luz que se colaban por los sucios cristales de la pequeña ventana, y empezó a mirar los objetos que había en las estanterías. De pronto, despertó de su ensimismamiento, hizo ademán de sonreír -cosa rara en él- y me cogió delicadamente.

      Sin saber cómo, me encontré otra vez en su viejo taller, que, con el paso de los años no había perdido su característico olor y desorden. Todo continuaba igual: la mesa cubierta de serrín y herramientas, los encargos colgados de la pared…

      Con mimo empezó a repararme, paso a paso y sin prisa. Tenía mucho que hacer para recuperar mi melodía de antaño. Me quitó el polvo, lijó la madera, la pulió y seguidamente la barnizó hasta que quedé como en mis mejores días. Aunque lo más importante era retirar las roídas cuerdas y colocar unas nuevas para después tensarlas correctamente, tarea en la que él era todo un maestro. No cesó hasta que no comprobó cómo sonaban cada una de las notas. Me inquietaba saber quién me habría encargado. ¿Acaso alguien más, aparte de Frank, conocía mi existencia?

      Unos instantes después salí de mis dudas.

      -Muchísimas gracias, señor Frank, es un violín al que tengo mucho cariño. Me lo regaló mi padre cuando tenía ocho años y fue entonces cuando empecé a tocarlo. Luego llegó la guerra y nos expropiaron todo e incluso subastaron mi Stradivarius. Desde entonces lo busqué desesperadamente hasta que lo encontré aquí, en el lugar menos pensado -dijo aquel hombre cuya mirada me resultaba familiar.

      -Tiene usted una pieza que es una joya. ¿Es usted intérprete profesional?

      -Sí. Soy violinista. Me enamoró este instrumento y aún hoy me continúa sorprendiendo su melodía.

      Mi nuevo dueño me cogió con delicadeza, me introdujo en la funda y la cerró. Salimos juntos del taller para no separarnos nunca más. Nuestras vidas se habían vuelto a encontrar, pero esta vez para siempre.

      Una vez en el hotel donde se alojaba, me comenzó a hablar como si yo fuera uno más de los suyos:

      -Aún nos queda mucho por hacer y sólo tenemos una hora. A ver…, afinaré tus cuerdas, ensayaré unas cuantas veces la pieza de esta noche y luego nos iremos a la ópera de Viena para preparar todo con calma. No puedes fallar, esta noche tiene que ser brillante porque… ¿Sabes quiénes van a estar entre el público? Nada más y nada menos que el emperador y su esposa. Según como salga todo, pueden elegirme para que componga la marcha nupcial de Rodolfo y Estefanía de Bélgica. Ya sé que a ti estos personajes no te dicen nada, pero hazme caso y no me falles.

      […]

      Sonó la última nota de su composición y entonces el público estalló en aplausos, rompiendo el silencio que hasta ahora había reinado en el teatro. El joven había tocado como nunca, pero esa vez había sido diferente: las notas habían brotado de mis cuerdas, de su primer violín: el Stradivarius, el instrumento que le arrebató la guerra y que pensaba que jamás recuperaría.