III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El reino de las hadas

Lydia Lozano, 15 años

                  Colegio Virgen de Atocha (Madrid)  

    <<Uno, dos, tres.... ¡Que las hadas me protejan!>>, susurro antes de cerrar los ojos y dormir. Aún a mis sesenta y cinco años, recito esta frase cada noche.

    A mi mente llega el nítido recuerdo de cómo mi madre entraba en la habitación y nos arropaba a Nerea y a mi y nos daba un beso en la frente. Ha pasado mucho tiempo pero, a pesar de todo, sigo sintiéndome como esa niñita con fobia a la oscuridad.

    Mis padres probaron de todo: cambiaron mi dormitorio para que no durmiera sola, dejaban luces encendidas, me dejaban abrazarme a mis muñecas de pasta... A pesar de todo, noche tras noche durante años, el vecindario oía mi asustado grito reclamando la presencia de mi madre. No sé muy bien en qué se infundaban mis temores, pero lo cierto es que me resultaba totalmente imposible dormir. Sólo lo lograba cuando Nerea (a pesar de tener solo dos años más que yo) se metía en mi cama y me abrazaba muy, muy fuerte.

    Cuando cumplimos ocho y diez años respectivamente, las dos ingresamos internas en el colegio más cercano a nuestro pueblo. Tan pronto como llegamos, nos separaron en dormitorios distintos. La primera noche fue horrible. A mi alrededor habría otras diez camas con niñas que dormían. Yo escuchaba la campana de la torre que marcaba el paso del tiempo... No podía dormir. Necesitaba a Nerea y a mamá. Necesitaba un beso de buenas noches y unos brazos que me dieran seguridad. Pasé toda la noche despierta y llorando. Al día siguiente, el castigo fue ejemplar. “Las niñas buenas no lloran” me repetían una y otra vez mis profesoras.

    Las noches sucesivas no fueron mejores. Mis gritos llamando a mi madre tras las pesadillas despertaban a todo el colegio. Pero no podía evitarlo. Tenía miedo... ¿Por qué era tan difícil de alguien me comprendiera?

    Una noche, mientras lloraba, note un ruido arrastrándose hacía mí. Cuando me giré, vi un resplandor. Tenía tanto miedo que ni siquiera pude gritar.

    -Shh! No te asustes, soy Sor Andrea, sólo vengo a contarte una cosita para que puedas dormir mejor.

    Rápidamente me hice a un lado y le dejé un hueco a mi lado para que se sentara. Era muy joven, aún tenía rastros de inocente infancia en su rostro. Cogió mi mano y me contó una historia:

    <<Hace millones de años, en un lugar llamado El Reino de las Mariposas, vivía una preciosa hada. Nuestra hada era aún jovencita, pero sus alas brillaban con un esplendor que hacía que todas las demás hadas del reino le tuvieran una enorme envidia. Su mamá estaba muy contenta y orgullosa de ella, así que todas las noches cogía de la mano a su hija y la llevaba a volar por el Reino, para que todas las hadas que allí vivía pudieran ver semejante hermosura.

    >>Pero un día, el rey se enfadó mucho con el hada, pues el príncipe del reino contiguo había preferido asistir al baile de gala con ella antes que con su propia hija. Como castigo, obligó al hada a permanecer encerrada en casa. Durante noches y noches lloró amargamente, lo que apagó el esplendor de sus lindas alas.

    >>Tras años de encierro, el rey la perdonó, pero con una condición: debía acudir cada noche a secar las lágrimas de todas las niñas que tuvieran miedo y mostrarles sus bellas alas para que así pudieran dormir. Ella le dijo al rey que sus alas ya no brillaban como antes, a lo que él respondió que solo lo harían cuando cumpliera su misión, asegurándose así la tranquilidad y los sueños de todas las niñas con miedo a la oscuridad.

    -Así que, mi niña, no llores más. Tan solo tienes que repetir para ti, antes de cerrar los ojos: Uno, dos, tres... ¡Que las hadas me protejan!

    Los recuerdos siguientes se han borrado por el paso del tiempo, pero aún recuerdo la confusión que sentí cuando, a la mañana siguiente, pregunté por sor Andrea y me dijeron que ni en el colegio ni en el convento vivía nadie con ese nombre. Busqué y busqué, preguntando a las hermanas más jóvenes, después a las más veteranas, intentando, desesperada, encontrarla. Entonces pensé que había sido un sueño, demasiado real, pero sueño a pesar de todo. Pero, si no lo había sido, ¿quién era sor Andrea y dónde estaba?

    Como mi hermana me parecía la persona más sabia del mundo, fui a contarle lo ocurrido. Ella, con sus dudas, aumentó mi intriga, y ésta vez fuimos dos las que recorrimos cada esquina de aquellos edificios. Cuando creía que la desesperanza por fin vencía a nuestra curiosidad, una religiosa muy anciana nos aconsejó que dejáramos de buscar a sor Andrea: sólo una de nuestras lágrimas le harían regresar. Nerea estaba tan estupefacta como yo, pero ella ya era una niña mayor, así que no creía en “esas fantasías de críos”.

    Esa misma noche, cuando cerré los ojos, repetí para mí: “Uno, dos, tres... ¡Que las hadas me protejan!”. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando volví a escuchar aquella dulce voz: “No sufras, pequeña. Te protegeré siempre”. Abrí los ojos tan rápido como pude, pero solo me dio tiempo a distinguir un resplandor que se evaporó en la oscuridad. La negrura, entonces, dejó de resultarme espantosa. Sabía que la joven hada estaba a mi lado para protegerme, que tan solo una lágrima debía deslizarse por mi mejilla para lograr así su presencia.

    Durante más de cincuenta años no he dejado de sonreír cada noche recordando esta historia. Al pensar en mi madre, en mi hermana que ya falleció, me arrepiento de no haberles contado nunca el desenlace de esa aventura.. Seguro que les habría encantado saber que no eran sólo fantasías. Aunque mi hermana nunca me lo dijo, sé que ella también contaba hasta tres antes de dormir. Pero, sobre todo, desde entonces me arropo en la seguridad de recordar a mi hada. Aunque no pueda verla, viene a susurrarme al oído que nunca dejará de protegerme.