VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

El reto

Rosana Molero, 17 años

                 Sierra Blanca (Málaga)  

-¿Por qué no subes? –le retó Alejandro.

-Oh, venga. Eso es una tontería. Qué ganas de arriesgar la vida –se defendió Antonio.

-Es solo un juego –le animó otro chico-. No puede pasarte nada. Nosotros lo hemos hecho.

Antonio volvió a mirar el alto precipicio que se dibujaba frente a él. Se habían dispuesto a escalarlo a pesar del peligro que suponía. Alejandro le dio un pequeño empujón a su amigo, devolviéndole al mundo.

-Bueno, ¿qué? –le insistió.

-Venga, vale. Lo haré –aceptó Antonio.

El chico respiró fuertemente, tratando de tranquilizarse. Se acercó a la vertical rocosa y paseó sus dedos por ella, buscando en dónde agarrarse. Cuando halló una zona que consideró segura, se alzó sobre los talones y pegó un fuerte impulso.

A medida que ascendía, intentaba situar los pies con firmeza mientras buscaba un nuevo lugar donde colocarse. En uno de esos movimientos, el pie se le resbaló, desprendiendo pequeños fragmentos de roca. Sus compañeros se apartaron, alarmados.

-¡Ten cuidado! –gritó Sergio, el segundo chico.

Toda la entereza que Antonio había tenido al principio, se esfumó tan rápido como había llegado y, de pronto, se sintió como un niño pequeño cohibido ante una posible regañina, asustado.

Las manos comenzaron a sudarle y el cuerpo le temblaba sin que pudiera remediarlo. Su mente bullía sin parar, concienciándole de que aquello había sido una estupidez. Dio un par de pasos más, pero las fuerzas comenzaron a fallarle. Aquel miedo le había producido cansancio y una angustia por querer llegar cuanto antes arriba. El sudor le cuajaba la frente. «Ya falta poco», se animó. Apenas le quedaba un metro para llegar cuando, de nuevo, sus pies volvieron a deslizarse por la superficie.

Cerró los ojos y, de pronto, una mano le aferró la muñeca con determinación, impulsándole hacia arriba.

En cuanto estuvo en tierra firme se quedó arrodillado unos segundos, respirando agitadamente. Luego, alzó la cabeza para ver la cara de su salvador.

Era un chico desconocido; tendría su misma edad. Sus compañeros habían asistido a la escena con el rostro entre compungido y aterrado. No recordaba haberlo visto nunca, a pesar de vivir en un pueblo pequeño. Antonio le dio las gracias tartamudeando. El otro muchacho le hizo un gesto con la mano y se alejó.

Sus amigos llegaron enseguida y le ayudaron a levantarse.

Antonio preguntó por todos los lugares por aquel chico, pero, para su sorpresa, nadie lo conocía: había desaparecido sin más, como si nunca hubiese existido.