X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

El robo

Carlos Ortega, 15 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Aunque era un día caluroso, el sol cegaba y casi no se podía respirar, Arturo no se echaría atrás. No cuando la mitad de la clase lo llamaba “gallina”. Quería demostrar que era capaz, que no era el niño pequeño del curso anterior, que había madurado y transformado en un hombre.

Habían quedado a las tres en la puerta de atrás de la tienda. No le pareció una buena idea, pues tenía un mal presentimiento. Pero, ¿qué remedio le quedaba? No quería volver a ser el hazme reír de la clase, así que se convenció a sí mismo.

Solo iban a ser unos minutos, unos insignificantes minutos frente a un curso libre de burlas y abucheos.

Los días anteriores al robo Arturo no dejaba de pensar en lo que podría sucederle. ¿Y si le pillaban?... ¿Y si se enteraban sus padres?... Él solo quería librarse de aquellas risas ajenas, llegar a clase con la cabeza alta y dirigirse a sus compañeros sin que estos le recriminaran por nenaza. No, no podía permitir que volviera a sucederle. Iba a ser el comienzo de una etapa nueva. Pero, ¿por qué robar una tienda? ¿No era posible mostrar su valentía de otra manera?...

Sus compañeros no querían ponérselo fácil, desde luego que no. Habían escogido el comercio más vigilado del barrio, con cámaras de seguridad y dos guardias. A Arturo le daba igual; estaba cegado ante lo que iba a poder disfrutar en el nuevo curso.

Llegó el primero, se dio un paseo por el interior de la tienda, se aseguró de que las notas que había tomado sobre las áreas que controlaban los vigilantes y de dónde estaban situadas las cámaras eran correctas. Todo en orden.

Arturo se limitó a esperar a sus compañeros. No eran muy puntuales. Estaba cada vez más nervioso. El asfixiante calor no le dejaba ordenar sus ideas. Las gotas de sudor que corrían por su rostro le impedían, más aún si cabe, concentrarse en el golpe que estaba a punto de dar.

Al fin llegaron sus compañeros, convencidos de que Arturo no se atrevería, pues un curso antes ni siquiera se atrevía a coger un caramelo del despacho de la maestra.

Después de una reunión al otro lado de la calle, Arturo volvió a entrar en la tienda mientras los demás se quedaban en la puerta, expectantes. Era fácil: coger un objeto de más de treinta euros y largarse.

El comercio estaba medio vacío. Arturo y dos chicas que curioseaban la sección de DVDs. Arturo no quería mirar a los guardias. Sabía que si lo hacía, se delataría. Cabizbajo se dirigió al apartado de la bisutería y empezó a buscar las menos valiosas. Las otras se encontraban bajo un cristal y le resultaba imposible cogerlas.

Perfecto, había encontrado una que costaba cuarenta euros. Se la metió en el bolsillo y siguió paseándose por la tienda, intentando disimular. Lo había conseguido, ahora solo tenía que cruzar la puerta y sería libre.

Se fijó que solo había un guardia. El otro había desaparecido, pero no le dio importancia. Solo pensaba en marcharse y enseñar el botín a sus compañeros. Pero ¿dónde se habían metido? Tampoco los veía.

Salió de la tienda y dobló la esquina. Allí estaban. Pero ¿quién era esa persona que les acompañaba? ¡No podía ser verdad! Era el segundo guardia de seguridad. Los chicos le habían tendido una trampa. ¿Cómo podía haberse creído que le iban a dejar en paz?... Era demasiado inocente y sería la noticia del día siguiente por todo el instituto. Ahora sí que no lo dejarían en paz. No podía haber caído más bajo...

El guardia de seguridad le pidió todos sus datos y le dijo que iba a llamar a sus padres. A Arturo le daba igual todo. Llegó a su casa, se puso cómodo y se quedó dormido. Echarse a dormir era lo único con lo que conseguía despreocuparse de tantos problemas.