VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

El rugido del Kraken

Carlota Ciudad, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

El suave planear de las gaviotas sobre el horizonte, me rompía el corazón. Sus suaves piares, similares a la risa de los niños, me recordaban mis días como marinero. Cada movimiento de alas era la repetición de mis recuerdos sobre cómo se izaban las velas, qué tipo de nudo hacer en cada situación o los interminables momentos en los que se limpiaba la cubierta. Ésa había sido mi vida durante casi veinte años. La mejor época. A veces, a través de mis piernas inertes, podía sentir el suave bamboleo que generaban las olas al chocar contra el barco. Cerraba los ojos y me dejaba llevar por esa agradable sensación de estar en equilibrio sobre un suelo inestable. Toda esa rutina había acabado con la aparición de esa temible criatura. Su nombre apareció en mi mente y me vi susurrándolom, aterrado. El rey de las criaturas marinas. El pulpo gigante de más de cincuenta metros que, aparentemente, pertenecía a las leyendas.

Cada uno de los minutos en los que me había tenido prisionero por primera y última vez entre sus tentáculos, con el único propósito de hacerme su primera comida del día, habían sido los peores de mi vida. El miedo se había apoderado de mi cuerpo. Un sudor frío había emergido de cada poro de mi cuerpo y su aplastante abrazo me había dejado sin respiración. Su aliento abrasador y el horroroso crujir de cada uno de mis huesos fueron las últimas sensaciones que sentí. Por suerte, me había desmayado.

Me desperté tres días después en una blanca, ordenada y solitaria sala de un hospital. Me intenté levantar, pero mis piernas no se movieron. Un médico que chapurreaba francés me explicó lo que yo no recordaba. Una pareja me había encontrado desmayado en una pequeña cala escandinava y me habían llevado al hospital más cercano, en un pueblo cerca de la ciudad de Bergen. Me contó que mi barco naufragó y que no hubo más supervivientes. Al final me relató la verdad más dura de todas, lo que me marcaría para siempre: lo que fuera que me hubiese cogido me había triturado los huesos de las piernas; no podría volver a caminar.

Tres días más tarde me enviaron a mi ciudad natal, Dieppe. Los médicos y algún que otro biólogo me hicieron preguntas sobre la criatura que me había atacado. Ellos sabían la respuesta, pues siempre les daba la misma, pero nunca me creían. O no querían aceptarla. Era inverosímil que aquellas historias para no dormir que se habían inventado los escandinavos siglos atrás, fueran verdad. Pero yo lo sabía. Lo había visto con mis propios ojos.

Algunas noches todavía me despierto con la frente perlada de sudor tras haber recordado ese sonido. Similar a mil noches de tormenta juntas. El rugido del Kraken.