VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

El saxo

Martín-Andrés González Zamorano, 14 años

                 Colegio El Prado (Madrid)  

Aquella noche era preciosa. Al menos, a él se lo parecía. La intensa lluvia le acariciaba el rostro y le mojaba el cuerpo. Le recordaba que era libre.

Por fin, después de dos años, salía de la cárcel estatal de Georgia. Acabó allí por una disputa con un policía. Le había pegado en la cara. El policía era blanco y racista. Él era negro. Sin juicio alguno, le metieron en la cárcel.

Los dos primeros meses aguantó sin su saxofón. No permitían a los presos tener instrumentos musicales. Pero al tercer mes, cuando entraron a revisar su celda, dejó caer una cajetilla de tabaco en el bolsillo del guardia y le preguntó si le devolvería el saxo.

A cambio, se pasó los días limpiando baños mugrientos, regalando tabaco a los guardias y puliendo las botas de todos los oficiales. Cinco meses después, le devolvieron su saxofón alto.

Cuando empezó a tocar en su celda, no gustó: los presos empezaron a armar alboroto, pero él estaba demasiado loco y siempre que empezaba la música no podía detenerse. Por muchas palizas que le dieron a la salida del recreo, no dejó de tocar el instrumento. Tanto insistía que acabaron por ignorarle. La música de su saxo se convirtió en un sonido más de la cárcel. Era como el ruido de las tuberías, de las gotas que lentamente caían o como el que producían los automóviles por la carretera de al lado… Sus improvisaciones se hicieron conversaciones de fondo. Eran un ruido constante. Gracias a las horas de práctica, terminó por dominar su instrumento.

Algunos le siguieron. Cuando había perdido la cuenta de los meses, el preso que estaba en la celda de al lado volcó la cama mientras tocaba e improvisó una batería que aporreaba con las manos. Poco a poco otros presos se incorporaron a la banda. Uno consiguió un clarinete; otro un trombón. El único blanco encarcelado, les acompañaba con la harmónica. En poco tiempo se formó una pequeña “Big Band”. Todos disfrutaban, también los guardias, que empezaron a tratarles mejor.

Una noche le comunicaron que había terminado su condena. Poco después se encontró en la puerta de la cárcel, con el saxo en una mano y toda una carrera por delante, solo con sus melodías alocadas, sin nadie con quién tocar.

Buscó trabajo en algunos bares, pero Georgia era un Estado poco acogedor con la gente de color y nadie le ofreció empleo. Su música no gustaba, le decían. No le quedó otro recurso que la mendicidad. Pedía dinero por las calles mientras tocaba. De ese modo pagaba el alquiler de un piso cochambroso.

A los pocos meses, fue a visitarle el preso de la celda contigua. Él también había recobrado la libertad. Pensaron revivir el espíritu de la cárcel. Necesitaban una batería.

Poco a poco, la banda de la prisión se fue reestructurando. Empezaron a tocar en clubes de fama, hasta que lograron cosechar muchos éxitos. Viajaban por los clubes más prestigiosos de América, en donde les trataban como leyendas. Habían llegado a lo más alto. Les conocían como la “Prison Big Band”.

Años más tarde decidieron volver a la cárcel para hacer una visita. El edificio estaba viejo y abandonado. Cada uno se dirigió a su celda, en donde dieron su último concierto. En el fondo, añoraban aquel lugar.