II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

El secreto mejor guardado

Lorena Rincón

                  Virgen de Atocha  

    Jaime me miraba fijamente con sus ojos acaramelados, esperando que le revelase el secreto mejor guardado de la historia de la humanidad, algo así era lo que le tenía que contar. Minutos antes, mientras estaba discutiendo en un corro en frente de la puerta de clase, le había llamado al banco del recibidor para hablar con él.

    Nos conocimos hace cinco años, quizá más, cuando me tropecé con él en el pasillo. Se trataba del primer año que Jaime pasaría en el colegio. Sin embargo, esperé un año para charlar con él largo y tendido. Mantener una conversación con un chico por aquellos tiempos no era sencillo, ¿de qué se podía hablar? No había nada en común entre un niño y una niña de trece años, nada que pudiese presentar un tema de conversación convincente, ni siquiera interesante. Pero con él lo conseguí: el fútbol. Me sabía la alineación del Real Madrid de memoria, ya que mi hermano mayor me la hacía aprender todos los años. Jaime pensó que yo no era una cursi como las demás, que entendía de temas sustanciales para la vida mundana, al menos eso creo. Y yo, sabiéndome nombre y número de cada jugador, pretendía ser una experta en la materia, a pesar de que jamás había visto un partido ni entendía de estrategia de juego. Actuaba de esa manera, porque el que el resto de mis amigas me viesen hablando con un chico elevaría mi estatus social. Poco a poco, y cambiando el fútbol paulatinamente por otros campos del saber, Jaime y yo comenzamos a acercarnos más.

    Por entonces, el día a día se traducía en la tensión constante a la que, nos exponíamos al tratar de agradar a los líderes de nuestra peculiar tribu. Las figuras más importantes era un grupo selecto de niños por un lado y niñas por el otro, a los que había que caer simpáticos.

    Mis pinitos en el amor llegaron por aquel entonces, durante ese período de dos o tres años que dura el “imperio de los populares”. Me di cuenta que Andrés, el canciller del clan masculino, era el chico más apuesto de todos: tenía pelo rubio ondulado, peinado con una perfectísima raya al lado por las mañanas, que desviaba su trayectoria zigzagueando por su cráneo tras jugar con los demás en el recreo, y una carita angelical. Era perfecto, si no fuese porque yo no era la única que suspiraba por sus huesos, pues el resto del género femenino del colegio sentía lo mismo. Por supuesto, yo a él no le inspiraba nada, y el propio Jaime me instaba a quitar la idea en mi cabeza. Según él, el chico tenía cara de niña, y no era muy digno de su agrado. Pero a mí me daba igual, así como me era indiferente que Jaime palideciera cada vez que veía a la chica objeto de sus pensamientos. Él negaba sentir algo por ella, ya que resulta que Sonia era amiga mía, y supongo que le avergonzaba reconocerlo.

    Como estos primeros amores, hubo muchos y muy variados, aunque Jaime se negase a reconocer algunos de ellos. Yo le instaba siempre a que me revelase el nombre de la chica por la que suspiraba. La mayoría de las veces lo conseguía, sin embargo, yo misma era muy injusta, porque sí que fui incapaz de confiar en él: nunca ha logrado sacarme ni media palabra sobre ninguno de los chicos que han pasado por mi cabeza. Desde Andrés, no le había confesado la identidad de ninguno de los chicos que me habían gustado.

    Así transcurrió un largo tiempo, un tiempo en el que ambos tuvimos oportunidad de crecer y de formarnos. Encontramos nuestras motivaciones, muchas de ellas compartidas, que disfrutábamos uno en compañía del otro. Ya por aquel entonces, Jaime se hizo merecedor del vocablo “amigo”, y me sentí orgullosa el primer día en el que le identifiqué como tal. Recuerdo que fue una tarde en la que mi madre me preguntó, al examinar la foto de curso: “¿No es éste tu amigo, el que va contigo a natación?” “Sí, ese es mi amigo”. Así fue y no de otra manera.

    Uno de esos días me di cuenta de que Jaime no era el mismo. Cuando hablaba con él no me escuchaba, permanecía impasible observando las losas del suelo, como si estuviese reflexionando sobre qué color iría mejor. Tampoco comía, ni se concentraba en los estudios. Más de una vez se puso calcetines distintos, u olvidaba el dinero cuando salíamos a alguna discoteca. Cuando le pregunté qué era lo que le ocurría, me miró fijamente y contestó: “Estoy enamorado”. Describió cada uno de sus estados anímicos cuando la veía andar por el pasillo. Tras la excursión a los Pirineos no podía dejar de pensar en ella, no tenía ganas de nada excepto de estar con ella. Resolvió que no aguantaba más, que debía de hacer algo o le estallaría el pecho. Entonces pensé que estaba siendo exagerado. “Jaime, ¿cómo tú te vas a enamorar? Será otra cosa. Él aseguraba que no, que se cuestionaba cada una de las conversaciones que mantenía con ella para encontrar algún enunciado, alguna palabra o algún timbre de voz que indicase un sentimiento igual por su parte. “¡Y no descubro nada!”.

    Al principio me entristecí por él, pues ¿por qué me iba a mentir? Era verdad que se había enamorado. Volví a mirarle y se me encogió el estómago, se me cortó la respiración y no pude apartar la vista de él. Nunca me había fijado en sus ojos. Eran verdes y acaramelados, como las hojas cuando empiezan a marchitarse, profundos, expresivos y sugerentes. Comencé a apreciar cada facción de su cara, suave como la arena de la playa. De repente, levantó la cabeza para mirarla y yo me sobresalté. ¿Qué me estaba pasando?

    Mi estómago seguía encogido, respiraba sin ritmo, a trompicones. Me ardía la garganta y mi corazón era independiente a mi unidad corpórea. Pasaban los minutos y las horas y yo seguía respirando mal. No me concentraba, me quedaba absorta mirando a las losas del suelo, me encontraba mal. Me confundía de par de calcetines y se me olvidaba llevar dinero a la discoteca. Sólo me encontraba bien cuando Jaime estaba cerca de mí. Él era el contexto, argumento y conclusión de mis pensamientos, por el que me levantaba todos los días y por su causa no conseguía dormir por las noches. Repasaba mentalmente cada una de nuestras conversaciones para descubrir algún enunciado, alguna palabra… ¿qué me estaba ocurriendo? Jaime me había trastornado con su enamoramiento, me había hecho creerme lo que él sentía, me había transmitido su malestar.

    Lo más extraño es que era el propio Jaime el que ocupaba mi tiempo, mi espacio y mis sueños. “Cuando sueñes con alguien tres veces, algo pasa”, decía él mismo. ¿Tres veces? Si sólo fuesen tres, otro gallo cantaría. Me preguntaba a mí misma si eso era amor, y concluía que no podía serlo. El amor es bonito, afable y agradable, y lo que yo estaba pasando no era nada de eso. Pero no podía ser otra cosa, y si no era otra cosa yo tenía un problema. No podía enamorarme de Jaime. Le había definido como amigo, me había hecho a la idea de que algún día yo iría a su boda, le rociaría con arroz a él y a su mujer a la puerta de la iglesia y gritaría: “¡Que se besen!”. A alguien de arriba yo no le caía bien, había hecho algo malo y me estaba castigando. Podía ser por haberme encarado con mis padres unos días atrás, por haber sacado alguna mala nota… No lo sabía, y supuse que debía de encontrar qué era lo que me había conducido a esa situación, para solucionarla.

    Aún así, me di cuenta de que no había solución. No la había encontrado porque no existía tal problema, ya que el amor no es un problema. Tras reflexionar deliberadamente le descubrí como un camino para encauzar los sentimientos más profundos por una persona a la que quieres sin remedio, una forma de sentirme humana y viva. Así que decidí que lo mejor era desnudar mi alma ante él. ¿Qué pasaría con nuestra amistad? No me atrevía a estropearlo todo, pero por otra parte yo ya no podía más, me estaba consumiendo por dentro. Pensé que, después de todo, lo que me estaba pasando no era malo. Era doloroso, pero no malévolo, por lo tanto tampoco lo serían sus consecuencias. Si me sinceraba con él podría desahogarme, aunque él no sintiese lo mismo. Entonces me desmoronaría, me sumiría en una gran depresión y no podría mirarle a la cara. Pero yo no podía seguir así; él, ante todo, era mi amigo, y un amigo no dejaría que me ocurriesen cosas malas.

    Me armé de valor y le llamé para hablar con él. Le esperé sentada en el banco durante unos segundos que parecieron horas, hasta que se sentó a mi lado. Jaime me miraba fijamente con sus ojos acaramelados, esperando que le revelase el secreto mejor guardado de la historia de la humanidad, y era lo que iba a hacer.

    -Jaime, te quiero.

    Guardó silencio durante unos instantes, en los que yo no podía apartar la mirada de su rostro. Pensé en todas sus posibles respuestas, en su “yo también” o en su “lo siento”. También se me ocurrió que podría deslizar su mano sobre mi mejilla sutilmente y besarme, o podía levantarse e irse. Movió sus labios muy lentamente, parecía que iba a hablar. Creí escuchar su voz por encima de todos los ruidos del patio, pero no supe lo que decía. Creía que iba a escuchar su aliento empujando sus cuerdas vocales. Parecía que iba a hablar, pero sólo sonrió.