X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

El señor Fernández

Cristina Argelés, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  


No lograba dormir. El tic-tac del reloj del abuelo sonaba tan fuerte que no me dejaba pegar ojo. Aquel ruido acompasado me hacía pensar en el sonido del metrónomo de su piano. Y así, mes tras mes, hasta que un día, en un abrir y cerrar de ojos, el tic-tac se paró. Los motores del reloj se habían apagado.

Le pregunté a mi padre quién iría al relojero con aquella maquinaria rota. La pregunta quedó en el aire. No pude resistirme, cogí el reloj y me dije a mí mismo que lo salvaría, que volvería a darle vida. En aquel tiempo, apenas tenía yo diez años y nunca había ido a una relojería. La más cercana a mi casa era la del señor Fernández, un buen hombre de aspecto robusto con el que me solía cruzar al regresar del colegio.

Fui a la plaza. Tomé la calle de la derecha. Giré a mano izquierda y llegué a la esquina. Me pregunté por qué su taller estaba tan escondido.

Le enseñé el reloj del abuelo. No fue necesario decir nada, pues nada más verlo se puso manos a la obra. Me sorprendió la sonrisa que salía de su rostro. Nunca había visto a nadie tan feliz. ¿Sería porque aquel reloj era una pieza única? Sus manos de ágiles dedos resucitaban las tripas del reloj, que tenía ya casi tantos años como él. Sus ojos, recubiertos por unos anteojos de cristal, veían las piezas en miniatura.

Allí donde miré había una exposición de relojes: colgados de las paredes, en un mostrador, sobre varias estanterías… El olor del taller era una mezcla de dulces y maderas que te hacía creerte capaz de lograr cualquier sueño.

Con los años llegué a ser un relojero. Fue entonces cuando entendí al señor Fernández.