VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

El sofá que me hizo perder
la cabeza

María Pérez Marcilla, 14 años

                   Colegio Pinoalbar (Valladolid)  

Era una noche fría y lúgubre. Yo, un pobre mendigo que acostumbra vivir bajo un puente, me encontraba hambriento y con frío. Me dispuse a entrar en una casa próxima, ya que no soportaba aquel viento turbulento. Una vez dentro de la casa, lo primero que se me vino a la cabeza fue la comida: una nevera repleta de cosas buenas esperaba mi llegada. Me estaba gritando y suplicándome que la abriese (a veces tengo alucinaciones y veo espejismos). Así lo hice; yo no quería, sólo estaba haciendo un favor a aquel electrodoméstico gritón.

Me puse a comer hasta quedar saciado. Pensé minuciosamente en mi próxima travesura: asaltar el salón me pareció perfecto. Además, últimamente los salones están de moda entre los mendigos; yo tendría algo de qué chulearme.

Cautelosamente, me adentré en lo que era para mí una especie de paraíso privado. Encendí la tele, oh, la gloriosa caja tonta... Nunca antes había tocado un mando a distancia, pero esos segundos de contacto con el mando perdurarán en mi memoria. Sentí el poder de aquel instrumento; me estaban entrando ganas de comérmelo, pero me resistí, ya que en el fondo sabía que aquello no era bueno para mi salud.

Me dí la vuelta. Detrás de mí estaba el sofá más confortable y lujoso del mundo. Lo acaricié, como si de un gato persa se tratase, y rocé mi cara contra su respaldo; él era mi madre y yo un niño mimoso. Con cuidado extremo, me senté encima. Era mi trono y yo, Francisco José Bermejo Ramírez de Montemayor, era el rey del mundo.

Minutos después me quedé dormido. Soñé que aquella casa era mía y yo disponía de cuanto quería. Era un sueño precioso... De repente, me desperté, entreabrí los ojos y vi que el dueño de la casa me estaba..., ¿arropando?

Aquella idea de arropar a los mendigos que entran a tu casa sin previo aviso me pareció estupenda, además de muy solidaria e innovadora. Inconsciente del peligro que me acechaba, me volví a dormir.

Poco más tarde me encontré rodeado de ocho miembros de la policía. Lo único que se me ocurrió fue sonreír tímidamente. Me esposaron y me hicieron salir a la calle. Descendí, ingrávido, las escaleras y me permití, por última vez, imaginarme que era un rey y ellos mis súbditos leales.

Ahora estoy en la cárcel. Todos mis sueños se han desvanecido. El viento se los ha llevado como si de polvo se tratasen porque, al fin y al cabo, ¿qué son los sueños sino polvo?...

Me llamo Francisco y ésta es mi historia.