II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

El soldado

Alonso Gil-Casares, 16 años

                 Colegio Retamar (Madrid)  

   Él estaba completamente solo.

    No tenía nadie a quien confiar su secreto; tenía miedo.

    Estaba ahí, a sus diecisiete años, con un rifle como único acompañante durante las interminables horas que pasaba recostado en su agujero, con una pesimista opción rondando su cabeza; que una bala enemiga le sorprendiera, o que una granada se precipitara al interior de su bunker.

    Añoraba su hogar, su familia, su pueblo, el fútbol... Y todas las comodidades que dio por supuestas en otros momentos.

    El ruido de la metralla enemiga, que estaba esta vez más cerca, le hizo salir de su ensimismamiento. Con un movimiento rápido entró en su hoyo a la espera de que pasase el peligro. Sentía el deber de aguantar, existiendo un poco más.

    No le gustaba reconocer que era un cobarde; no había disparado aun ni siquiera una vez, pero, ¿qué se le podía pedir a un chaval que se había criado ajeno a los vaivenes políticos?¿Qué le podía exigir a él la patria, si hasta los dieciséis no había conocido del mundo nada más allá de los límites de la finca de su padre?

    Una bomba amiga estalló a lo lejos, y varias voces moribundas gimieron de dolor. Trató de adentrarse un poco más en su agujero, buscando seguridad. La punta de su rifle asomaba unos centímetros mirando al cielo estrellado. Y sus ojos se le cerraban una vez más.

    Despertó, como venía siendo costumbre, de madrugada, unos minutos antes de que saliera el sol. Sus mejillas estaban húmedas por el rocío nocturno. Un silencio de muerte asolaba el bunker.

    Esperó a que algún compañero le viniese a traer algo de comer, pero no vino nadie esa mañana.

Se resignó a pensar que quizá le creían muerto, ya que no había dado ninguna señal de lo contrario. Sacó su cantimplora y humedeció su lengua pastosa y apelmazada.

    Y su mente se desvaneció en sombras de vagos pensamientos. Y recordó a su madre; recordó sus últimas palabras con ella; habían discutido sobre la guerra, las lealtades, el patriotismo. El ambiente se había ido calentando y al final se había marchado de casa con un airoso portazo.

    A los dos días apuntó su nombre en la lista de voluntarios, y no le tembló la mano. Cuando, a los pocos minutos de firmar, pasó entre aplausos a ocupar su asiento en el autobús, no pudo reprimir una risa de satisfacción; era considerado un patriota entre los suyos. Y llegó a la base, le afeitaron la cabeza, y le dieron su equipamiento. Y se quedó muchos minutos ante el espejo admirando lo bien que le quedaba el uniforme.

    Pero allí se acabó todo. Cuando llegó al campo de batalla le mandaron recoger municiones de los caídos y se encontró con su primer donante de armas atravesado de metralla, su moral se derrumbó y no pudo levantarse.

    Ahora reinaba en él el desánimo; no sabía por qué no había esperado un poquito más. Se había perdido muchas cosas importantes de la vida. Se había dejado llevar por un sentimiento estúpido e irreal. Le había empujado la sociedad; la fuerza de las masas. Y, ¿qué iba a hacer? No podía desertar; sería demasiado humillante; no lo soportaría. Podía irse y no volver a su casa. Así nadie sabría quién era; su identidad quedaría en las sombras y podría rehacer su vida. Pero no tendría forma de abastecerse. No; la única opción era morir allí.

    Le repugnaba la idea de morir de hambre. Aparte de que sería tremendamente más agónico que un disparo, le parecía la elección de un cobarde. Y él, aunque lo fuera, no quería ser recordado de esa forma.

    Por estirar las piernas, salió de su zulo y trató de moverse lo menos posible. La luz del día le iluminó la mente, y se dio cuenta de que tampoco era tan deprimente el campo, ni era tanto el frío que le endurecía las articulaciones, ni tan peligroso el enemigo, ni tan terrible morir por la patria. Su cabeza le había estado generando una visión falsa e infernal del mundo. Un sin sentido. Un extraño cosquilleo le recorrió la espalda. Ahora recordaba con claridad sus ideales, el porqué de su alistamiento; buscaba lo mejor para su madre, para su pueblo, para sus amigos... Y si esta guerra la ganaba el enemigo no estaba seguro de poder garantizar a todos aquellos una vida digna. Ni siquiera una vida.

    Rodó en su estrecho espacio hasta ponerse boca abajo, y comenzó a reptar hasta el puesto avanzado más cercano al suyo. Para su sorpresa, en él no encontró más que el cadáver maloliente de un soldado. Sumido en la desesperación, registró asustadizamente los dominios de su acompañante. Cogió una cafetera a medio llenar y un pedazo de pan rancio, y unas lentejas en conserva, y siguió su trayecto a gatas por el campamento. Pensando en su difunto compañero, le vino a la mente ese poema que había aprendido de su abuelo, en una tarde de invierno:

    “La madre mata su amor,

    y, cuando calmado está,

    grita al hijo que se va:

    ¡Pues que la patria lo quiere,

    lánzate al combate y muere,

    tu madre te vengará!”

    Y se sintió tremendamente reconfortado con los versos.

    Sin detenerse, siguió avanzando por el nevado terreno, buscando siempre los sitios donde el espesor de la nieve y las ramas le cubrieran.

    Cuando llegaba al tercer puesto percibió movimiento, por lo que se paró a observar. Varias casacas rojas se movían en la zona, aprovechándose de un puesto aliado abandonado. Escrutó durante unos minutos a sus enemigos, oculto por la nieve y la oscuridad de la noche, y cuando esta cubrió la luna por completo, se arrastró hasta un abeto cercano y lo escaló hasta situarse a más de cinco metros del suelo. Se escondió entre las ramas y volvió a observar. Las largas horas de espera en su agujero sin ningún pasatiempo le habían aportado una tranquilidad extrema, lo que le permitía estar allí, observando a los ocupantes durante horas. Por fin, midiendo cada movimiento para no hacer ruido y no ser reconocido, cogió su rifle, dispuesto a efectuar su primer disparo.

    Un primer hombre cayó fulminado por su bala, y sus compañeros, asustados, se escondieron lo mejor que pudieron. Él observaba impasible la obra de sus manos; había matado a un hombre. Él, un simple granjero, había ideado una emboscada perfecta. Se sintió superior, por tener más ángulo de miras y contar con la ventaja de su escondite, y se sintió con fuerzas para volver a intentarlo. Y sacó una granada de mano de su bolsillo, mientras contemplaba divertido las caras de sus enemigos, corriendo de un lado para otro. Quitó la espoleta y comenzó la cuenta atrás: tres..., dos..., uno..., y la dejo caer sobre el campamento rival. La situación se presentó a su mente a cámara lenta; vio las caras de cada una de sus víctimas. Eran personas, sin duda, con unas ilusiones y unos planes para el día siguiente. Pasó mucho tiempo esperando que algún aliado reaccionara ante los sonidos, pero no escuchó nada.

    Entonces la cruda realidad le golpeó con fuerza: habían perdido, y él ni siquiera se había enterado. El enemigo campaba a sus anchas por las hectáreas destinadas al cruce de fuego, y él estaba solo ante un indecible número de soldados invasores.

    A la mente le vinieron dos posibles soluciones; podía entregarse y pedir clemencia, aunque no estaba seguro de poder recibir tales honores. Y podía disparar hasta que le mataran.

    Se solucionó el problema mucho antes de lo que esperaba, ya que para refrescarse sacó su cafetera, que se le resbaló de los dedos ateridos y fue dando tumbos contra las ramas hasta el suelo. Los soldados enemigos levantaron las miradas hacia donde estaba y de seguido le apuntaron con sus fusiles.

    Un primer disparo le perforó el hombro, y entre gemidos de dolor trató de descolgarse por el abeto. Al agarrarse a la primera rama, el dolor del hombro le nubló la vista y cayó al suelo. Cuando abrió los ojos, diez soldados le rodeaban con miradas de diversión. Se iban a cebar con él. Lo sabía.