III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El sueño de Shirley

Paula Herrera

                 Colegio Canigó, Barcelona  

    Albert Moore se encontraba sumamente agotado. “¡Vaya un día!”, pensó mientras cogía el diario y se ponía en la cola para pagarlo. A su alrededor, otras muchas personas esperaban su turno. “Valiente rebaño de imbéciles, ¿porqué tienen que venir todos a este quiosco?”, gruñó Albert. “Tengo que redactar el informe anual del personal, editar aquellos artículos que me enviaron la semana pasada, hacer la valoración gráfica de las estadísticas y encargar el material sanitario atrasado…Pero me veo aquí, parado inútilmente…”… “¡Son dos dólares!”, le espetó la cajera. Albert alargó el importe como un autómata. Entró en su coche y llegó, deslizándose por las calles de Dallas, hasta su apartamento.

    “Hola, cariño”. Miró a su esposa y vio, para su disgusto, que tenía, una vez más, invitados garrapáticos. “Te presento a los señores Brell, los propietarios del salón que va a acoger mi próxima colección”, explicó atropelladamente Gilian. “Encantado”, contestó Albert con un acento un tanto forzado. “¿Cómo está usted, Sr. Moore?” dijo el señor Brell tendiendo una amistosa mano, “¿es usted diseñador?”. Albert frunció el ceño, pensando si no estaría el señor Brell bromeando. “¡Oh, no!”, rió Gillian, “Albert es médico!”. “¿Médico? ¡La verdad es que nunca lo hubiera imaginado! Ja, ja. Médico, dice. Verá, es que no tiene usted ningún aspecto de médico” “Y usted no tiene aspecto de diseñador”, añadió Albert fríamente. “¿Cuál es su campo en la medicina, señor Moore?”, preguntó la señora Brell retomando el control de la conversación. “Dirijo la clínica abortiva con mayor clientela de toda la ciudad de Dallas”, se hinchó Albert con petulancia. Los señores Brell intercambiaron una mirada de oprobio. “Vaya. Es una pena…”, susurró la Sra. Brell. “¿De veras?”, preguntó Albert sarcásticamente.

    “Has estado muy grosero con mis invitados”, le regañó Gillian dos horas más tarde. “He dicho lo que tenía que decir, ni más ni menos”, se molestó Albert. Ella le miró en silencio y, tras una brevísima pausa, anunció con voz temblorosa… “Cariño, estoy embarazada”. Albert se levantó de la silla y, con contenida emoción, masculló: “¿Embarazada...? Oh, es maravilloso, Gillian. Vamos a ser padres, ¡voy a ser padre! Se llamará Shirley. Oh, sí, Shirley”. “Querido, pero si todavía no sabemos si va a ser una niña”, la madre estaba divertida. Albert bajó los brazos que había estado agitando segundos antes y, soltando una risotada, dijo: “Estoy seguro de que será una niña, mi pequeña Shirley…” “¡Será lo que Dios quiera, Albert!” “Sí, sí, está claro…”, murmuró con una juguetona sombra revoloteando sobre su mirada… “Gillian, ¿sabes lo mucho que te quiero?”, añadió con ternura.

    Al día siguiente, como tantos otros, Albert Moore fue al hospital. Observó su apretada agenda: tenía programadas seis intervenciones quirúrgicas y llegaba tarde a la primera. Un escalofrío le recorrió la espalda. “¿Qué demonios me pasa hoy?”, se preguntó. Pero, haciendo caso omiso a su repentina indisposición, entró en el quirófano con firme resolución. Saludó a la paciente y se dispuso a iniciar el aborto. Notó que la mano le temblaba. Apretó el bisturí con fuerza. “Sólo serán veinte minutos…”, pensó con ansiedad. La agitación interior siguió creciendo, hasta que finalizó su trabajo. “¡Hola, Shirley!”. El cirujano se giró rápidamente sobre el taburete y miró con expresión de pánico hacia el lugar de donde venía aquel saludo. Dos enfermeras hablaban alegremente entre ellas. “Seré imbécil, sólo son Shirley y Anna…”Fijó su vista en el desecho (como lo llamaba él) de la intervención, pero la apartó inmediatamente. “Pero, ¿qué demonios me pasa?”, se preguntó de nuevo. Su conciencia despertaba de un largo letargo para articular una sola y poderosa palabra: “¡Shirley!”. Miró de nuevo al feto, y le pareció espantosamente real. “Por Dios, Albert, deja de hacer el idiota. ¡No es más que un feto de dos meses!”, se dijo con dureza. “Shirley tiene dos meses”, recordó involuntariamente. “Me voy a casa”. Dio una serie de instrucciones al médico suplente y corrió torpemente hacia el aparcamiento.

    “Ya estoy aquí”, y en ese aquí que era el rellano de su casa, volvió a notar el mismo escalofrío seguido de la misma sensación de inquietud que le había acogotado en el hospital. El impacto que recibió su retina fue tan grande que tuvo que apoyarse en el picaporte para no caer desvanecido. Gillian estaba arrodillada delante de un desecho igual que aquellos que tan familiares le eran a Albert. La madre observó el bisturí que Albert todavía llevaba en la mano, y le lanzó una mirada llena de miedo, asco y acusación. Albert, tambaleándose, se agachó junto a ella y miró con horror a “aquello”. Mil y una imágenes semejantes pasaron por su mente a una velocidad trepidante, mil y una imágenes que se fundían en una sola, en Shirley. “Sí”, pensó confusamente, “es Shirley. Tiene dos meses de vida y se llama Shirley.” Su alma se desgarró en un profundo sollozo y, abrazando a su esposa, le susurró al oído: “¡Nunca más!”