III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El último adiós

María Alcaraz Ruiz, 16 años

              Colegio Canigó  

      Tras un gran esfuerzo conseguí abrir los párpados, uno de los pocos músculos que funcionaban en mi débil cuerpo. Tenía sueño, pero aquella frase imborrable no paraba de dar vueltas en mi cabeza. No sabía cómo afrontar las duras palabras del doctor, no sabía qué hacer.

      La tarde anterior había recibido la rutinaria visita de mi médico, mi amigo. Estuvimos hablando durante un tiempo pero, sin previo aviso, su expresión facial cambió. Intuí que iba a decirme algo serio.

      -Carmen, siento mucho ser yo el que tenga que darte esta desagradable noticia: como sabes, tu estado es terminal. Llevas siete años en cama, de los cuales cinco has estado en este hospital. Ahora bien, no creo que sigas entre nosotros más de tres meses. Y tu dolor cada día aumenta más. Creo que deberías tomar una decisión respecto a cómo quieres morir. Como sabes, hay métodos alternativos para aliviar tu dolor, prolongando tu vida. Pero hay otras alternativas. Piénsalo.

      Se marchó y me dejó a solas con mis pensamientos. Me había hablado da la muerte, pero tras ese torrente de palabras no encontré ni una ínfima parte de amor. Sí, sufría. Y sí, tenía gente a mi alrededor que me amaba y me quería. ¿Para qué morir antes y sin dolor si podía sufrir por amor? Necesitaba seguir aquí, ayudar a mi familia y amigos, quererles.

      <<¡Ni que el sufrimiento fuese malo! ¿Quién ha dicho que no sirve? Quien piense de así, es un egoísta que no sabe ofrecer su dolor por los demás>>, estaba furiosa. <<Además, ¿quién se creen que son los médicos para quitar vidas así por que sí? Mi vida no la toca nadie, solo me la puede quitar el que me la dio>>.

      El médico volvió a visitarme, pero a los dos minutos ya estaba fuera de la habitación. Yo había elegido seguir viviendo, y nos pareció bien: a mí y al doctor.

      Seguí luchando todo lo que pude. No era mucho, pero cada sonrisa me la agradecían con una cálida sonrisa. Me encantaban esas sonrisas: hacía feliz a los demás. Pero me sentía mal.

      Durante los tres meses siguientes murieron varias personas por voluntad propia. Parecían tristes, sin un trazo de sonrisa entre sus labios, sin nadie a su lado. Sentía pena hacia ellos, así que intente convencer a muchos de que no siguieran ese camino desesperado. Algunos me escucharon. Siempre hay un punto intermedio entre morir sin sentir nada y morir atormentados.

      Era duro ver sufrir a la gente que me rodeaba. Me costaba seguir viviendo. La vida no siempre es de color rosa.

      Cinco meses después no volví a despertar. Me dormí con una sonrisa, llena de paz y rodeada de aquellos que me amaban. Estaba feliz. Me iba contenta, me iba tranquila.