XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

El último aliento 

Claudia García Plaza, 15 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga)

Javier le anunció que se había alistado en el ejército la misma tarde en la que tuvo que partir. Ella empapó en lágrimas el pañuelo. No encontraba consuelo, aunque su marido le acarició la cara con suavidad, como si temiera romper un delicado cristal, y le susurró al oído palabras que a ella, en otras circunstancias, le hubieran parecido reconfortantes pero que en aquel momento se le antojaron vacías. Cuando la estrechó entre sus brazos, sintió que él también lloraba.

–Todo va a ir bien, Montse. Te juro que voy a volver.

Odiaba que le hiciera ese tipo de promesas, pues no estaba en la mano de su marido cumplirlas. Sería el azar lo que lo mantuviese con vida. Pero en vez de recriminárselo, se hundió aún más en sus brazos y perdió la noción del tiempo, hasta que un mando del ejército vino a recoger a Javier. Al verlo marchar, sintió que su corazón se resquebrajaba.

Pasó los siguientes días sin apenas comer. Por las noches no lograba conciliar el sueño. Su madre se fue a vivir con ella porque Montse no soportaba la soledad ni la incertidumbre.

Todas las mañanas abría el buzón con ansia. Al menos dos veces en semana encontraba una carta de su esposo, que le contaba que el campo de batalla no era como lo había imaginado, un escenario para los héroes. Era un infierno en el que se estaba abrasando.

Semanas después Montse comprendió que ante la situación que sufría el país, no podía quedarse de brazos cruzados. Necesitaba colaborar para que la guerra terminara cuanto antes. Así Javier podría volver a casa.  

Un día llegó a sus oídos que el ejército estaba reclutando mujeres para que sirvieran de enfermeras en los hospitales de campaña. Un resquicio de esperanza se abrió paso hasta su corazón. Escribió una carta a los encargados de la unidad de enfermería militar. Ella tenía experiencia en hospitales. Además, ante la crítica situación que vivían los soldados heridos, se necesitaban muchos brazos para asistirles.

Cuando recibió una respuesta positiva no cupo en sí de gozo. La habían seleccionado para servir en un hospital en primera línea de batalla. Preparó un macuto con unas mudas, productos de higiene, un rosario y una fotografía de Javier. Esa misma noche, una camioneta se detuvo frente a su casa. Subió al vehículo y se acomodó en uno de los asientos libres. Allí conoció a las que iban a ser sus compañeras, todas fuertes y valientes, y a la vez rotas por la destrucción que traía la guerra.

Cuando llegaron al frente se le cayó el mundo a los pies. La situación era peor de lo que habían podido imaginarse. Había tantos soldados heridos a la espera de entrar en quirófano, que por escasez de personal sanitario muchos de ellos morían antes de que los tendieran en una de las mesas de operaciones. 

Pasaron los meses; la guerra parecía no tener fin. Las enfermeras estaban agotadas por el dolor con el que convivían, por las horas interminables junto a los heridos y los muertos, así como por los continuos ataques del enemigo. Montse temía que su esposo fuera el siguiente malherido en entrar al hospital de campaña. Con el paso del tiempo, ese temor se hizo continuo, pues los soldados que no morían en el campo de batalla lo hacían de frío, de hambre o de enfermedad. 

Una fatídica noche sucedió lo que tanto había temido. A la entrada de la carpa dos hombres sostenían el cuerpo magullado de su esposo. Montse, que se encontraba vendando la pierna de un paciente, corrió hasta Javier. 

Lo tumbaron en una camilla. Sus labios castañeteaban y su piel empezó palidecer. Se estaba muriendo. Al descubrir a su esposa, le hizo una mueca que trató de ser una sonrisa. En su último aliento logró susurrar: 

–Te dije que volveríamos a vernos.

Montse le besó en la frente a modo de despedida, le cerró los ojos y, después de llorar, se levantó para volver con los heridos.