XV Edición
Curso 2018 - 2019
El último bálsamo
Paula González Vigara, 17 años
Colegio Senara (Madrid)
A veces las relaciones son como la piel, que envejece. Si no se cuidan, se vuelven ásperas, como desagradables al tacto. A mi marido y a mí nos pasó. Cada vez que él me rozaba, mi piel me dolía de escozor. No sé si entonces se dio cuenta de ello, pero yo sentí un miedo paralizante.
Yo le quería demasiado. Como un loca me puse a buscar los mejores productos que nos ayudaran a revitalizar nuestra piel. Me recomendaron el aceite del ultimátum. No lo vi con buenos ojos pero aún así lo compré. Tal era mi desesperación que no pensé qué nos conllevaría. Me avergüenza pensar en lo que hice, recordar su rostro hecho pedazos mientras le amenazaba a gritos con marcharme si él no cambiaba. En cuanto pude me deshice de aquel ungüento porque nuestra piel era incapaz de absorberlo.
Pronto encontré otro aceite obsequiador. «Haga un regalo todos los días», ponía. Se me quitaron las ganas de comprarlo al comprobar su precio, pero lo hice porque me saldría más cara la pérdida de mi esposo. En un principio nos fue bien, él parecía contento y nuestra tez mejoró bastante. Sin embargo, a medida que pasaban los días la piel nos pedía más y más aceite, pues en cada puesta hidrataba menos. Ojalá hubiera funcionado... Pero también tuve que deshacerme de aquel bálsamo, con lo mucho que me había costado.
Alicaída, fui tanteando con otros untos que, como los anteriores, no dieron ningún resultado. Llegó a mis manos el aceite de la conversación, pero necesitábamos tantos litros de la dichosa pomada para hidratarnos cada día, que lo aborrecimos. En vano traté de alternar colores y olores, pero siempre se agotaban a una vertiginosa velocidad. A veces ni nos dábamos cuenta.
De forma radical nos acogimos al bálsamo del silencio. De la noche a la mañana todo empeoró. Aunque gracias a ese tortuoso linimento caí en la cuenta de que necesitaba la voz de mi marido más que el aire.
Siguieron tantos y tantos aceites que no alcanzo a recordar. Solo uno se grabó a fuego en mi memoria, el peor de todos, el más doloroso: el bálsamo de la distancia. Aún me froto la piel y siento el escozor de ese maldito ungüento que decidimos aplicarnos en el cuerpo. Era un líquido de color precioso, cuyo perfume excitaba el olfato. Necios, nos dejamos llevar por su apariencia y nuestra piel reaccionó de la peor de las maneras. Súbitamente se deterioró y comenzó a desprenderse, destruyendo todo nuestro trabajo en recomponerla. Gracias a Dios fue recuperando su aspecto tan rápido como abandonamos esa tortura grasienta. Aunque, a pesar de mejorar nuestro matrimonio, seguíamos sin estar bien.
Sin energías me derrumbé y comencé a llorar. Y mientras mis lágrimas me empapaban el rostro, ocurrió algo maravilloso; mi marido tomó entré sus manos un bote con un contenido apestoso, se acercó a mí y, sin decir ni una palabra, comenzó a ungir el líquido sobre nuestra piel. Quedé extasiada al comprobar cómo rejuvenecíamos en apenas un instante. Absorta le pregunté qué era aquello. Él, muy sonriente, contestó:
—El bálsamo de los pequeños detalles.