I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El valor de una frase

Araceli Lovelle, 15 años

                  Colegio Montealto, Mirasierra (Madrid)  

     Era uno de los últimos días de curso y, en cuanto la vi, supe que tenía problemas. No es que yo fuera una gran observadora; al contrario, yo suelo pasar como alguien con la cabeza como un colador, pero Lucía y yo somos amigas desde pequeñas y para mí era obvio el significado de su atenta mirada al suelo cuando avanzaba por el pasillo.

     No tuve tiempo de decirle nada porque la profesora de geografía acababa de entrar en el aula (Lucía tenía muchas virtudes, pero la puntualidad no se encontraba entre ellas).

     La verdad es que yo en clase de geografía me aburría como una ostra, pero como se trataba de aprender y no de divertirse, abrí resignadamente el libro tras una aún más resignada avemaría. La señorita Garcés empezó a hablar del tema que tocaba y yo intenté concentrarme en los beneficios de la energía hidráulica.

     Cuando por fin terminó la clase, me acerqué sigilosamente al pupitre de Lucía, imaginándome que era Barbarroja, el Corsario negro, Indiana Jones o alguien parecido, abalanzándome sobre un tesoro, y agarré a Lucía de los hombros por atrás.

     -¡Bu!-grité.

     Lucía se volvió, sin una pizca de sobresalto en su mirada, y sonrió tristemente.

     -¿No te he asustado? -pregunté, fingiendo decepción.

     -Me has helado la sangre -contestó Lucía con aire irónico.

     Opté entonces por otra estrategia: me senté en el pupitre frente al de Lucía, y poniendo cara seria y decente, dije con voz de telefonista:

     -Servicio de resolución de problemas. ¿Cuál es el suyo?

     -Gracias.-contestó alzando una ceja y moviendo las manos como si apartara un enjambre de mosquitos.

     -¿Gracias?-inquirí, haciendo como que apuntaba el dato en una libreta imaginaria- ¿Qué tipo de problema es ese?

     Lucía se rió, se agarró los pies y me sonrió embarazosamente.

     -¿Melancolía, nostalgia, saudade? -pregunté- ¿Cuál de los tres sinónimos prefieres?

     Se rindió al fin y empezó a hablar:

     -Me he peleado con mi padre.

     Hasta ahí todo era normal. Incluso yo, que me preciaba de tener una relación especial con mi padre porque mi madre murió cuando yo era pequeña, me pelaba con él de vez en cuando. Y le decía cosas horribles, que luego me hacían sentirme muy mala persona. Pero siempre pedía perdón y era perdonada.

     -¿Por…?-indagué.

     Me miró a los ojos y, acto seguido, bajó la mirada al suelo.

     -Porque…, bueno, yo… Está enfermo.

     -¿Qué? -me asombré.

     -Sí. Tiene… -masculló un nombre extraño que no entendí-, y le van a tener que operar. Mamá dice que es medianamente grave, pero no lo suficiente para morirse.

     -Y te has enfadado con él porque está enfermo.-no lo pregunté, lo afirmé, como quien afirma que el café cortado sabe mejor que el solo.

     -Sí -dijo, y siguió mirando al suelo.-Es que me da la sensación de que…

     -¿…de que te ha defraudado? -completé, segura. Asintió.-Conozco esa sensación -la sonreí-. Mira, Lucía, no es raro eso que te pasa; a mí también me ha sucedido. De hecho suele ocurrir cuando tenemos puestos en un pedestal a nuestros padres y, de repente… ¡badabán! nos damos cuenta de que son personas humanas: que se ponen enfermos, que necesitan tener algo de vida (sobre todo si son viudos)-he de reconocer que esto lo dije con un pelín de amargura-, que… Bueno, ya sabes, un montón de cosas.

     -¿Entonces…, no soy tan mala?

     Negué con la cabeza.

     -Te podría echar el sermón del domingo diciéndote millones de razones por las que no deberías haberte enfadado con él, pero como ya lo has hecho… -sonreí- Sólo tienes que pedirles perdón cuanto antes, ahora, esta misma tarde.

     -¿Pedirles?-se extrañó Lucía.

     -A tu padre y a Dios, claro.

     Sonrió. Ya estaba acostumbrada a lo que ella llamaba mis “excentricidades sobre Dios”. Ella renqueaba en la fe, y yo, que si bien no renqueaba, era una especie de cigüeña que retornaba al campanario una y otra vez, solía soltar cosas sobre Dios de vez en cuando porque, como decía santa Teresa, que siempre fue mi santa predilecta después de las santas Perpetua y Felicidad, “Dios está hasta entre los pucheros”.

     Nunca me las di de buena, de hecho, mi genio era peor que una buena tormenta y, aunque lo dominaba bastante bien, si perdía los estribos, los perdía a lo grande.

     Entró el profesor de matemáticas y volví a mi sitio, sonriendo a Lucía. Aquel día no estuve en el descanso con ella, ni durante el almuerzo. Incluso, no la vi al salir de clase.

***

     Lucía no volvió al colegio durante ese curso. Se cambió a otro al año siguiente. En clase recibimos la noticia de que se habían mudado de casa por la repentina muerte de su padre. La escribía a todas las direcciones que yo tenía, incluida la de su casa de verano y la casa de su abuela, pero no recibí respuesta. En septiembre, cuando ya ni me planteaba poder volverla a ver, me llegó esta carta, de la que me sorprendió este fragmento:

     “Te estoy muy agradecida. El día siguiente a nuestra última conversación ingresaron a mi padre. Su enfermedad era más grave de lo que pensaban y murió a los pocos días. Mi madre nos llevó inmediatamente a casa de mis tíos y no pude ponerme en contacto contigo.

     Aunque esto está siendo horrible, te doy las gracias de todo corazón por tus consejos, porque me dijiste que corriera a pedirle perdón a mi padre por aquella pelea, porque si no jamás se lo hubiera hecho esa misma noche y, a la mañana siguiente, habría sido tarde.

     Así que, ya ves, gracias a ti estoy más tranquila y, además, en paz con Dios”.