I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El viaje de Ruth

María Dapeña, 12 años

                 Colegio Ayalde, Lejona (Vizcaya)  

     Ruth era feliz. Sus pies descalzos correteaban por el barro mientras con su hermana Judit subía a la montaña para ver, como cada día, el rojo amanecer que, como un dragón enfurecido, alumbraba el valle con su fuego.

     Aunque era pobre, se divertía muchísimo jugando con los niños de su barrio de chabolas situado en un pequeño pueblo a doscientos kilómetros de Rabat, la capital de Marruecos.

     La niña, de doce años, vivía en una pequeña choza con sus padres, su hermana y su abuela, una anciana menuda de unos cincuenta años y tremendamente sabia que había trabajado en España en su juventud y que, por las noches, se convertía en el centro de atención de los más pequeños, ya que sabía contar cuentos como nadie.

     La familia poseía un rebaño de ovejas y un pequeño campo de maíz y el padre de Ruth se levantaba todos los días muy temprano para cuidarlo. Su madre trabajaba en una fábrica textil y era la que traía el dinero para poder vivir y hacía la comida. También con la lana de las ovejas confeccionaba calientes vestidos para los niños del poblado.

     La muchacha iba a una pequeña escuela a cinco kilómetros de su casa, construida por unos monjes salesianos hace años, por lo que tenía que levantarse a las cinco de la mañana para, antes, llevar las ovejas a pastar. Le gustaba mucho el colegio porque aprendía a leer y a escribir y hacía muchos amigos. También le gustaba mucho su profesor, un sacerdote alegre y dicharachero llamado Apolinar, que les enseñaba muchas cosas. En el recreo le gustaba jugar a la rayuela con sus amigas y con su hermana.

     Por las noches los niños, sentados en el suelo, rodeaban a la abuela de Ruth para que les contara cuentos. Los cuentos de la abuela eran muy entretenidos en las largas noches de invierno.

     Cuando la hermana de Ruth, Judit, cumplió cinco años, cayó enferma de malaria. Sus padres intentaron ir a Rodá, el pueblo más cercano, a por medicinas pero llegaron tarde. Judit falleció a las dos semanas. Fue muy duro para Ruth, porque quería mucho a su hermanita. Siempre llevó esta pena en su corazón.

     Un día llegó una mala noticia: la madre de Ruth había sido despedida de la fábrica debido a la caída de las ventas, por lo que la familia decidió emigrar a España. Ruth no sabía lo que significaba emigrar.

     Una semana después, la familia se encontraba en Rodá esperando al autobús que les llevaría al puerto de Rabat para ir en patera hasta Gibraltar. Cuando Ruth preguntaba a dónde se dirigían, su padre le decía que iban a mudarse a un lugar mejor y que el viaje sería muy divertido.

     Cuando cogieron la patera, hacía un viento espantoso y Ruth se preguntaba si para su padre ese era un viaje divertido. Sus ojos negros y su tez morena se reflejaban en el mar como un cervatillo perdido entre las sombras, que, aterrorizado espera a que alguien le encuentre. Pasó el peor momento de su vida agarrada a su madre, que lloraba mientras su abuela le contaba un cuento y viendo a su padre con cara de preocupación.

     Llegaron a la playa de Gibraltar y todos se escondieron detrás de unos matorrales. No querían toparse con unos señores vestidos de verde que rondaban por allí.

     De pronto les descubrieron. Un señor se les acercó y les pidió los papeles. Ruth preguntó a su madre qué eran esos papeles, pero no le contestó. Ruth pensó que todo aquello era muy raro y recordó lo diferente que España era a su hogar, respirando aire fresco y corriendo hacía la colina para jugar al escondite.

     Su padre dijo que no tenía “papeles” y entonces les dirigieron a un gran barco y les llevaron rumbo a casa. Cuando de nuevo llegaron al puerto de Rabat, la madre de Ruth empezó a llorar y su padre la abrazó fuertemente.

     Ruth no comprendía nada. Fue el momento más confuso de su vida, consolando a su madre sin saber por qué.

     Los primeros días después de la llegada fueron horribles. Sin poder comer y sin que su madre fuera a trabajar. El padre de Ruth se había roto una pierna al bajar del granero, así que no podía arar el maíz. La situación era tan mala que decidieron emigrar de nuevo.

     Todo fue parecido a la primera vez, así que Ruth no estaba tan asustada. El viaje en patera fue terrible. Todo el mundo estaba tranquilamente cuando una enorme ola se les vino encima y un hombre joven cayó al agua. Todos intentaron ayudarle a subir a la barca, pero no pudieron hacer nada por él. Ruth pasó un angustioso momento viéndole alejarse de la pequeña embarcación por el horizonte lejano.

     Cuando llegaron a la playa que Ruth recordaba, no estaban esos hombres de verde, así que siguieron a un anciano con aspecto de sabio, viejo conocido del padre de la muchacha.

     Las siete personas que viajaban en la patera, la familia de Ruth, el anciano y dos muchachos que deseaban encontrar trabajo le siguieron por unas pequeñas callejuelas que parecían no tener fin. Al final el anciano paró en una casa enorme, la casa más grande que la niña había visto. Les dijo que esa era la casa de los inmigrantes y que, por eso, estaba tan escondida.

     Al día siguiente, fueron al consulado a pedir los papeles. Se los dieron. La familia de la muchacha estaba tan contenta de no se lo podía creer. Ruth también estaba muy contenta porque sus padres le dijeron que pronto iría a un colegio y tendrían una buena casa donde vivir.

     Después de varios meses ya sabían hablar español con fluidez. Así que los padres de Ruth buscaron empleo.

     Su abuela no se quedó en casa. Fue a un hospital de la ciudad a buscar trabajo como limpiadora. En unos días se dio cuenta de que los niños de ese hospital se aburrían mucho, así que le pidió al jefe del hospital que le permitiera, en sus ratos libres, contar algunos de sus cuentos a los pequeños. Viendo sus dotes para los relatos y cómo los niños se divertían, le subió el sueldo.

     Respecto al padre, le costó mucho encontrar trabajo, hasta que finalmente lo consiguió. La madre se colocó como modista.

     Ya podían llevar comida a casa y después de varios meses, Ruth pudo ir a un colegio. Durante el primer día de clase, la niña estuvo muy nerviosa, pero en cuanto vio a María, la que se convertiría en su mejor amiga y le ayudaría a adaptarse, se le quitaron todos los miedos. Su profesora era un encanto. Se llamaba Carla y era muy alegre y divertida, y le recordaba al padre Apolinar.

     Después de un año, consiguieron alquilar un pequeño piso a las afueras. A Ruth le encantaba su nuevo hogar y pronto se fue acostumbrando a la vida en la ciudad. Aunque echaba de menos su casa de Marruecos, sabía que su vida había mejorado.