V Edición
Curso 2008 - 2009
El viaje incierto
Núria Martínez Labuiga, 16 años
Colegio Vilavella (Valencia)
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, el joven monje tibetano se quitó la túnica y se vistió con ropa occidental. Su mentor lo abrazó y empujó dentro de un coche junto a otros dos monjes más mayores y un conductor indio. No llevaba nada consigo. Sabía que debía marchar rápido. Nadie le había dicho por qué ni dónde, pero debían huir.
El viaje sería largo y duro. Tal vez los papeles falsos que llevaban en el bolsillo serían insuficientes para cruzar la frontera. Tal vez se quedaran atrapados entre las montañas repletas de nieve.
Cientos de preguntas se arremolinaban en su mente inexperta. Durante casi una hora no dejó de mirar por la ventanilla, para que se le quedara impreso cada centímetro de aquella tierra, desde el pico más alto hasta la piedra más insignificante del valle: no podía olvidarse de tanta belleza. Gracias a sus recuerdos podría describir el Tíbet a todos los que nunca pisaron aquel paraíso.
Miró a su compañero de asiento y lo vio pálido, sin expresión alguna en los ojos. Pidió al chofer que se detuviera. Tras una breve discusión, todos bajaron del coche y ayudaron al enfermo a llegar hasta un riachuelo cercano. Le dieron de beber y le humedecieron la cara: tan solo estaba mareado; jamás había montado en auto.
El conductor les animó a continuar. Antes de que estuvieran todos en pie, el coche estalló en mil pedazos. Un terrible zambombazo invadió la ladera. Saltaron al suelo, detrás de una roca. La metralla no les alcanzó.
Cuando se hizo el silencio y los retumbes del eco se deshicieron en la lejanía, uno de los monjes soltó el veredicto que todos pensaban:
<<Alguien nos ha traicionado>>.
El conductor se incorporó, nervioso: no podían continuar. Tampoco podían volver al templo. Por si fuera poco, la explosión habría alertado a los soldados, así que tampoco podían quedarse.
Los otros dos monjes miraban al suelo: no saldrían de allí con vida. Sin embargo, el novicio rió de alegría. Si su acompañante no se hubiese mareado, estarían todos muertos. Aun quedaba esperanza.