XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El viaje 

Íñigo Buxens, 15 años

Colegio El Prado (Madrid)

En un país lejano vivía el rey Monglorio, anciano y sabio. Cuando los habitantes de aquel reino tenían un problema importante, acudían al castillo real y le pedían consejo.

Aquel castillo se encontraba en lo alto de una montaña, y solo se podía acceder a sus puertas por un camino repleto de peligros. De hecho, algunos súbditos no conseguían regresar con vida de la travesía. 

El rey aconsejaba a los habitantes que hicieran el viaje en solitario, pues de ese modo podrían contemplar el paisaje al tiempo que buscaban el modo de evitar los riesgos que pudieran encontrarse. Aquellos que superaban la aventura, volvían a sus casas más fuertes y sabios.

El rey, que tenía muchas ocupaciones, reservaba uno o dos días de la semana para escuchar las cuitas de sus vasallos, a los que recibía sentado en el trono, con buena música de fondo, junto a la chimenea encendida. Sus lacayos sacaban bandejas con dulces y bebidas calientes, y al llegar la noche, los viajeros se quedaban a dormir en el patio del castillo. Su majestad les brindaba una copiosa cena y un desayuno abundante. Se decía que Guadalupe, la cocinera del castillo, preparaba para ellos el lechazo más sabroso del reino.

El monarca tenía muchas virtudes: una era el sentido del humor; otra, que sabía escuchar. En silencio, a través de su mirada tranquila, empática y afable, era un verdadero maestro en insuflar ánimos. Por eso sus súbditos abandonaban el castillo tranquilos, seguros y con energías renovadas. Durante su conversación con Monglorio, este nunca miraba el reloj, como si para él el tiempo se detuviera. Además, tenía la cualidad de ponerse en la piel de cada persona y de comprender sus preocupaciones.

Asuán, la pastora alemán de su majestad, acostumbrada a vivir rodeada de gente, formaba parte de aquellas reuniones. Tendida junto a su dueño, al calor de la chimenea, parecía escuchar las narraciones de cada súbdito. Incluso, de vez en cuando, levantaba la cabeza y asentía con una mirada tierna.

El rey brindaba algunas sugerencias a sus invitados, aunque nunca ofrecía una única respuesta como solución al problema que le habían planteado. Los habitantes del reino, durante ese rato junto a Monglorio, se sentían amparados por personalidad tan sabia. 

Muchos, tras escuchar el consejo del monarca, le pedían detalles de las acciones que debían tomar para mejorar sus conflictos. Entonces el Rey se ponía en pie y se dirigía a la estantería del salón del trono, de la que cogía un paquete que entregaba a sus visitantes como recompensa por haber emprendido el camino a palacio. 

–Ten paciencia, querido amigo; no abras el regalo todavía. El camino de vuelta también es importante y debes disfrutar de tu travesía en solitario. Llévate este regalo y ábrelo cuando estés solo en un lugar tranquilo que seguro identificarás. Yo percibiré en ese momento tu agradecimiento. No hace falta que me hagas llegar obsequios materiales en señal de gratitud. Con nuestra conversación me he sentido más que pagado. Te llevaré siempre en el corazón. Feliz viaje de retorno.

En los últimos kilómetros del camino se encontraba una tupida chopera donde la brisa era fresca, fluía el agua del río y los pájaros cantaban. Allí solían detenerse los viajeros para averiguar en qué consistía el obsequio. Al abrir el paquete, descubrían una caja de madera, de la que arrancaba una música cuando levantaban su tapa. En el envés había un espejo en el que aparecía el rostro de la persona. Tras unos instantes de melodía, sonaba la voz del rey que decía: 

“Aprende a conocerte a ti mismo”.