V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Elocuencia a primera vista

Mercè Raventós, 17 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Los hombres estamos dotados –lo sabemos por Aristóteles- de la capacidad de abstraer. Desde niños conocemos el significado de las palabras mediante la captación de un concepto. No poseemos ese concepto, sino su esencia. Es decir, subconscientemente: al escuchar, hablar, leer, escribir, etc., aparece en nuestra mente una imagen de la idea que queremos transmitir, o que nos llega por el acto de comunicación concreto.

Si hablamos de pensar en imágenes –imaginar-, aun siendo éste un acto generalmente subconsciente, es fácil llegar a la conclusión de que nuestra cabeza registra las ideas en forma de imágenes y no de palabras. De hecho, las palabras no dejan de ser la representación escrita de esas ideas, y las imágenes la representación gráfica. Así pues, palabras e imágenes son medios para establecer la comunicación, mientras que el verdadero fin del acto comunicativo es la transmisión de ideas.

Por tanto, resulta inútil pensar que sólo nos podemos comunicar con vocablos, que sólo podemos hablar con palabras. ¿Qué hay de los guiños y las sonrisas? ¿Cómo se escriben los gestos que “decimos” con las manos? ¿Qué expresan las lágrimas? ¿Cuánto encierra, en sí, un rostro pálido, unos pies descalzos, una mano temblorosa? ¿Qué nos dice, en fin, una palabra que una mirada no pueda decirnos? Parece que Bécquer, el poeta del amor, conoce la respuesta: Por una mirada, un mundo; /por una sonrisa, un cielo; /por un beso... yo no sé /qué te diera por un beso . Mirada, sonrisa, beso... Todo eso son palabras que no llegan a decirse. Son palabras que, si se pronunciaran, sobrarían.

Un beso contiene más amor que las palabras “te quiero”. En definitiva, ¿No duele más el desengaño, si en lo que parecía amor ha habido besos? Una sonrisa no es fácil. No siempre sonríe el que ya es alegre, sino que también esboza los labios en forma de luna creciente el que lucha por serlo, el que quizá lo pasa mal pero se esfuerza en llevarlo bien. Ni qué decir tiene la elocuencia de una mirada...

Si una lágrima habla por sí sola, tanto más aquellas nubes en forma de ojos que esconden tormentas que nunca llegan a estallar. Si a unos pies descalzos corresponden un rostro pálido y una mano temblorosa, no será difícil imaginar una nariz rojiza y unos ojos que nos dicen, sin palabras, “tengo frío”; y para captar el matiz de que ese frío quizá no es sólo físico, todas las palabras del mundo serían insuficientes. Basta, en efecto, con mirar a esa persona a los ojos.

No en vano se usa con puntos suspensivos la expresión “si las miradas matasen...”. Como toda frase hecha, tiene una notoria exageración que viene a decir “Gracias a Dios que la miradas no matan; porque si lo hicieran, estaríamos todos muertos y enterrados”. Y si es verdad que las miradas no pueden matar, es igual de cierto que pueden herir en lo más hondo. ¿Acaso no hiere una mirada de desprecio, del mismo modo que reconforta una mirada amable? ¿Y qué sucede con esa mirada que esperabas y no se te ha dado? ¿No es igual o peor que el mismo silencio? Más todavía: en una mirada puede oírse un “te quiero” mientras otra completamente distinta te dice “te quiero, pero...” Aún así, la mirada que supera por unanimidad a todas las palabras de amor es la de “porque te quiero, no existen peros; por ti soy capaz de todo”.

Todas las palabras son superfluas si no se sabe mirar a la cara. Comparados con una mirada, todos estos párrafos no valen nada.