I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

En mitad de enero

Leticia Olábarri, 15 años

                  Colegio Montealto, Mirasierra (Madrid)  

     Entró en clase, acompañada de la directora. Parecía nerviosa y no era de extrañar, pues que te presenten a treinta y seis niñas en un colegio desconocido no es nada deseable.

     A primera vista no me gustó, porque nunca me han causado buena impresión las personas que a los dieciséis años llevan gafas de culo de vaso. Opino que las gafas están bien para cuando eres pequeña, pero no en 4º ESO. A esa edad ya te pones lentillas.

     Su cara era pálida, contrastando con el moreno de esquiar que tenía casi todo el mundo (estábamos ya en enero). Llevaba una mochila al hombro y miraba la clase con aprensión. Decidí que me caía mal.

     Al entrar en clase todas nos pusimos en pie, porque es la norma cuando entra la directora, pero no nos sincronizamos demasiado. A alguna no le había dado tiempo a levantarse cuando se nos permitió sentarnos.

     –Buenos días, niñas –nos saludó la directora.

     –Buenos días –contestamos un poco sorprendidas, porque nos solía saludar, pero no con aquella sonrisa tan grande que parecía casi la boca de un buzón de correos.

     –Os presento a Lucía Franco. Viene de Lugo y va a ser compañera vuestra. Espero que la tratéis bien, le ayudéis con lo que se haya perdido de clase y le enseñéis el colegio –mientras la directora decía esto, Lucía parecía estar deseando que se la tragara la tierra. En ese momento, incluso, me dio un poco de pena y decidí que la ayudaría–. Que se vea que en el colegio Entrecampos hay una gran amistad entre las alumnas, solidaridad y espíritu de servicio.

     La directora era incapaz de acabar un discurso sin decir alguna cursilada de este tipo, así que ya estábamos acostumbradas, pero Lucía la miró, a la vez que levantaba las cejas.

     –Bueno, os dejo, niñas, que tengo una clase con 1º de Bachillerato. Sed buenas –y con esta última recomendación se marchó por fin.

     En ese momento, Rosario Carballo, nuestra encargada de curso, que ya estaba preparada, se adelantó para saludar a Lucía.

     –Bienvenida, Lucía. Espero que te sientas a gusto entre nosotras. Yo soy Rosario Carballo, la encargada de esta clase, y doy Matemáticas, Física y Química. No te preocupes si al principio vas algo retrasada en la materia. Las profesoras lo tendrán en cuenta y, por supuesto, cualquiera de tus compañeras te explicará lo que quieras, ¿verdad, chicas?

     Esa pregunta nos cogió desprevenidas, y sólo se oyeron algunos “sí” poco convincentes. Rosario nos fulminó con la mirada y luego invitó a Lucía a sentarse en el pupitre de la primera fila que quedaba vacío. Toda la clase la siguió con la mirada. Entonces sonó la campana. Rosario suspiró y salió del aula.

     En cuanto nuestra encargada de curso desapareció en el despacho de profesoras, toda la clase se acercó a la mesa de Lucía, que miraba a su alrededor con timidez. Un aluvión de preguntas cayó sobre ella:

     –¿De qué colegio vienes...? ¿Dónde vives...? ¿Por qué llegas en mitad de enero...?

     La pobre Lucía se encogía en su silla, tratando de protegerse de aquel interrogatorio.

* * *

     En las siguientes clases Lucía pareció perder timidez. Todas las profesoras la saludaron amablemente y le pusieron un poco al corriente de sus respectivas asignaturas, diciéndole que no se preocupara por el retraso que pudiera tener. Pero, sorprendentemente, este tema no parecía alterar a nuestra nueva compañera, a pesar de que daba la sensación de que se hundiría a la menor dificultad. A mí me seguía sin agradar, pero había decidido ayudarla. Sin embargo, algo que pasó luego nos quitó a todas las ganas de ser siquiera sus amigas.

     Sucedió en clase de Física. Rosario, después de decirle a Lucía que no se preocupase si no entendía, que ella se lo explicaría luego, empezó la clase. Al principio todo iba bien, pero cuando Rosario se dio cuenta de que la mitad de la clase no sabía ni de lo que iba el tema, empezó a bombardearnos con preguntas al principio inicialmente fáciles, pero que luego se complicaban cada vez más. Las que estábamos más pez en la materia nos fuimos encogiendo y ocultando tras la compañera de delante. Las únicas que parecían aún seguras eran Lucía, ya que ella no tenía por qué saber de qué iba la cosa, e Isabel Manchón, una chica que pone a las profesoras de cabeza, porque es tan inteligente como maleducada.

     Pero hubo un momento en que Isabel ya no sabía contestar a lo que Rosario preguntó. Ese es el momento en que las profesoras se quedan satisfechas de su mortal ronda de preguntas. Pero esta vez pasó algo distinto. Cuando Rosario confirmó que Isabel no tenía ni idea de la respuesta, preguntó, por mera rutina, si alguien sabía la respuesta. Entonces, una mano indecisa y tímida se alzó. Lo sorprendente era que ¡la mano pertenecía a Lucía! En ese momento, Isabel, que por estar aún más delante que Lucía en clase no la vio, decía que lo que no supiera ella no lo sabía nadie, pero Rosario la mandó callar con impaciencia.

     –¿Crees que tienes la respuesta, Lucía? –preguntó Rosario, con un ligero tono de duda– Acabas de llegar y... –pero al ver su mirada, dijo– Está bien, contesta. No te preocupes si te equivocas.

     Pero, ante el asombro de todas, Lucía contestó rápidamente, con seguridad y correctamente. Por si acaso, Rosario le hizo alguna pregunta más, como para cerciorarse de algo, y Lucía contestó todo bien, con precisión e, incluso, con cierto aire retador. Rosario, sin poder creerse lo que oía, le preguntó:

     –¿Cómo sabes todo esto? No creo que en tu colegio de Lugo llegarais tan lejos.

     En ese momento fue en el único en el Lucía pareció vacilar un poco.

     –Respondo lo que me parece lógico. No lo he dado aún.

     Rosario negó con la cabeza, resistiéndose a creer que a aquella chiquilla le parecieran lógicas cosas que se daban en Bachillerato. Pero sonó la campana, y la profesora se fue corriendo porque no llegaba a su clase siguiente. En cuanto Rosario salió, aquel hechizo que nos mantenía a todas paralizadas se rompió y a Lucía se le cayó el mundo encima.

     –Tú eres tonta, ¿o qué? –Isabel estaba totalmente fuera de sí– ¿Te crees genial por saberlo todo? Respondo lo que me parece lógico... ¡Asquerosa sabihonda cuatro ojos! ¡No te queremos en esta clase!

     La reacción de Isabel puede parecer desproporcionada, pero lo único que le había salvado durante mucho tiempo de castigos y expulsiones había sido su prodigiosa inteligencia.

     Toda la clase se puso de parte de Isabel, porque muchas veces nos había salvado de las iras de las profesoras por su inteligencia, y temíamos perder ese privilegio. Además, a ninguna nos caía muy bien aquella chica con gafas de culo de vaso y alambre en los dientes. Seguro que, bajo aquella capa de falsa timidez, se escondía una persona soberbia y arrogante. Aún así, sentí remordimientos cuando vi a Lucía salir de clase corriendo, los ojos inundados de lágrimas.

***

     Lucía apareció la mañana siguiente en el colegio, pero iba con la cabeza gacha y los hombros caídos, procurando pasar inadvertida. Los remordimientos del día anterior me asaltaron de nuevo, pero los rechacé diciendo que las sabihondas se merecían aquello.

     Las profesoras no parecieron darse cuenta de nada, porque en mi clase los problemas internos se resuelven entre nosotras. Lucía no volvió a levantar la mano, pero las profesoras lo achacaron a su aparente retraso.

     Sin embargo, en la siguiente clase, descubrimos lo equivocadas que estábamos. Teníamos Biología con Marta Casado. Era una clase complicada, pues estábamos ya en Bioquímica, y te tiene que gustar mucho para entenderla. A esto se añade que Marta explica bastante mal y de manera poco amena. Y ya, para acabar de hacer una mezcla explosiva, Marta estaba de mal humor e Isabel Manchón especialmente habladora. Al principio la profesora la ignoró y aguantó cuanto pudo, pero finalmente estalló. Y de una manera poco agradable.

     –Saquen un folio, por favor –dijo con voz aparentemente tranquila. Siempre nos trataba de usted– Acabo de adelantar el examen de evaluación a este día.

     Nos quedamos heladas. Marta tiene que enfadarse de veras para hacer esto. Al momento surgieron peticiones de piedad, promesas de mejor comportamiento..., porque sabíamos que iba totalmente en serio. Ya utilizó este método en la otra clase el año pasado. Por eso nos resistíamos a sacar el folio. Nadie tenía ni idea.

     –Si la culpable del alboroto no confiesa ahora mismo y hace ella el examen, lo harán todas ustedes – este anuncio dejaba claro que Marta conocía a la “culpable del alboroto”.

     Alguna miró a Isabel, esperando que se levantara, pero Isabel era tan cobarde que no se atrevía a confesar. Si hubiera sido otro castigo no la hubiéramos ni dejado que se le pasara por la cabeza la idea de confesar, pero las reglas no escritas del compañerismo obligan a la culpable a descubrirse si el castigo que va a caer a toda la clase es muy gordo. Sin embargo, Isabel sólo miraba al suelo.

     -Está bien –dijo Marta–, ya que la culpable no confiesa, saquen un folio. ¡Ya!

     Entre gemidos y miradas febriles a los libros, empezamos a sacar un folio. En ese momento, Lucía, después de mirar indecisa a todas partes, levantó la mano. ¡Maldita niña! Aduciría que, debido a su retraso, no podía hacer el examen. Y, en efecto:

     -Lucía, tú no hagas el examen, que no te ha dado tiempo a ponerte al día –dijo Marta, al ver la mano levantada.

     Todas miramos a Lucía con cara de odio reconcentrado. ¿Cómo podía tener tanta cara? Pero eso no fue todo. La sabihonda se levantó.

     -Es que... –Lucía titubeó, pero finalmente se decidió– es que yo he sido la “culpable” del alboroto – y se quedó de pie, aguardando su merecido.

     Guardamos silencio. Lucía parecía a punto de llorar, pero se mantenía firme.

     –¿De verdad has sido tú la causante de este jaleo? –Marta frunció el ceño, usando el “tú” sin darse cuenta– Lo siento, pero no me lo creo. Que salga la verdadera culpable.

     Miramos furtivamente a Isabel, pero ésta no se levantó.

     –Ya ve que no sale nadie, por favor, póngame el examen sólo a mí –Lucía casi suplicaba, hablando rápidamente.

     Marta la miró largamente, pero su manera de ser le impedía echarse atrás, así que le dijo:

     –Bien, Lucía, saque un folio. Primera pregunta: propiedades de ácidos nucleicos. Segunda...

***

     A la salida de clase rodeamos a Lucía. Nos disculpamos por haberla juzgado tan injustamente, y la agradecimos su noble gesto. En ese momento me di cuenta por primera vez (por increíble que parezca), que no debía clasificar a las personas por su aspecto o cualidades personales, sino por la manera de utilizarlas. Isabel, a pesar de su gran inteligencia y aparente osadía, no se había atrevido a confesar, siendo culpable. Lucía, de parecidas características intelectuales, pero mucho más tímida, había tenido la nobleza de salvar a toda la clase de un castigo injusto, cargándolo sobre ella.

     Todo esto no significa, por supuesto, que desista de mi empeño en que se ponga lentillas.