II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

En sueños

Rosa García Macías, 15 años

                Colegio Alcazarén, Valladolid  

I

    Cuando era crío, mi madre y yo solíamos cantar la misma canción todas las noches: “Si alguna vez te sientes solo, procura llamar a Caperucita. ¡Pero que venga sin el lobo!”. Llegado este punto yo rompía en carcajadas, daba igual el número de veces que lo hubiera oído. Y cuando ella veía que mi risa cesaba, se levantaba, apagaba la luz y me arropaba sigilosamente diciéndome al oído: “Espérate al sueño y que los ángeles te protejan en ellos, ya que es el único lugar donde yo no puedo ir para ayudarte. Te quiero, hijo”.

    No existía noche en que mi madre no me dijese esas mismas palabras. Incluso cuando estábamos enfadados, se acercaba creyendo que yo dormía y me las recitaba en un tono armonioso y melódico, típico en su voz. Y entonces, cuando ella salía de mi habitación yo cerraba los ojos y dormía tranquilo. Me amparaba al amor de mi madre, como si al tenerla gozase de permanente protección y nada ni nadie pudiese perturbar mi vida ni mis sueños, ya que ella hacía posible que los mismísimos ángeles me protegieran.

    Fui creciendo, pero nunca consideré ridículas aquellas palabras. Se habían hecho imprescindibles para mí. Sabía que eran sólo eso, palabras, pero me aportaban serenidad y calma, porque junto a ellas mi madre estaba conmigo.

    Cuando yo tenía catorce años, le diagnosticaron un cáncer. La noticia fue un golpe duro, seco y mortal en lo hondo de mi alma y de mi fe. ¿Por qué a ella? ¿Qué había hecho para merecer semejante castigo? ¿Así era como Dios demostraba su Providencia?

    Dejé de creer, me envolví en un mundo oscuro y cerrado. Mi madre se moría y yo no podía hacer nada. Era un mísero espectador que ve como la película acaba en tragedia por exigencias del guión y por voluntad caprichosa del director. En el caso de la vida de mi madre, el director era “su” Dios (ya no me atrevía a decir que también era el mío).

    Al cabo de seis meses, una tarde de abril, mi padre entró en mi habitación sobresaltado. Sólo me hizo falta ver su rostro para darme cuenta de que la vida de mi madre se apagaba. Eché a correr por el pasillo y llegué hasta su cama. Allí estaba ella, esperándome.

    -Luis, acércate.

    Me puse a su lado, agarré su mano e intenté hablar, pero no podía.

    -Sé que mi ausencia va a ser dura para ti, pero debes ser fuerte. Este será mi ultimo y eterno sueño y ahora, hijo mío…, ahora es cuando por fin podré protegerte en los tuyos.


II

    Recuerdo aún aquella noche,. Todavía puedo sentir su aliento cálido haciendo contraste con el témpano de sus manos. Puedo verme corriendo por las calles, buscando algún lugar que pudiera hacerme olvidar, soltar mi odio y devolvérmela. Me pasé toda la noche fuera de casa. Sólo logré aumentar el dolor de mi padre.

    Pasé años en el escepticismo. No creía en nada y tampoco quería descubrir nada nuevo. Sin embargo, ahora que soy suficientemente mayor me doy cuenta de que ella aún sigue conmigo, de que las palabras que me repetía cuando era un niño nunca fueron falsas, al igual que las últimas que me dijo en su lecho de muerte.

    Cuando me meto en la cama cada noche, puedo sentir como ella me mira y me protege. Sé que Dios la ha concedido su mayor deseo, aquello que tanto había pedido: acompañar mis sueños.