I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Encuentro con el mar

Paula Rey, 15 años

                  Colegio Huérfanos de la Armada, Madrid  

     El sol iluminaba el asiento trasero del coche con una intensidad cegadora. Lo recuerdo como si fuese ayer.

     Me acababan de dar las vacaciones y mis padres me llevaban al aeropuerto de Barajas. Cerré los ojos, repasando mentalmente mis anteriores veranos. En realidad, hacía años que no salía de Madrid por motivos del trabajo de mis padres. Ya me había acostumbrado al calor sofocante, a la sequedad del ambiente y a las interminables tardes que pasaba junto a mi primita de seis años en la piscina, ya que la mayor parte de mis amigos se iban a la playa o a la montaña.

     Esbocé una sonrisa: aquel verano sería diferente.

***

Mi primera noche en Mallorca fue inolvidable: el murmullo de las olas me dejaba un sentimiento de regocijo en el alma, una tranquilidad arrulladora a la que yo no estaba acostumbrada en mi agitada ciudad, donde el ruido atronador de los coches bajo mi ventana se había convertido en la habitual melodía nocturna. Les estaba muy agradecida a mis padres por haberme dejado venir con María, mi mejor amiga, a su chalet junto a la playa. Pasaríamos juntas la primera quincena de julio. No sé si fue debido a que aprobé el curso con unas buenas notas, a que ya llevaba pidiéndoselo tres años consecutivos o a que consideraban que con dieciséis años ya era suficientemente responsable. O quizás por todo en conjunto.

     Los primeros días se me pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Enseguida trabé amistad con los amigos que tenía María en la isla. Pasábamos juntos el día en la playa, disfrutando del leve vaivén de las olas, riendo y paseando por la blanca arena. Incluso me enseñaron a hacer windsurf, aunque reconozco que no estaba muy bien dotada y, aunque lograba mantenerme en la tabla durante algún tiempo, no era capaz de hacer malabarismos.

     Un día, el padre de María nos sorprendió con una propuesta realmente interesante: practicaríamos submarinismo. Un viejo amigo que él tenía en la isla era monitor en un cursillo de buceo y el padre de María había conseguido que nos diese una clase particular y gratuita. ¡Era fantástico!

     Fuimos al muelle a la hora prevista. Allí nos esperaba don Álvaro, nuestro instructor, un hombre moreno y robusto, de semblante amistoso y espíritu aventurero. Tras unos breves calentamientos e instrucciones, nos pusimos el equipo de buceo, subimos a una lancha y, una vez nos hubimos alejado un poco de la costa, comenzamos la inmersión en el agua cristalina. Estaba ante una nueva experiencia. La adrenalina me fluía con intensidad y sentía un nudo en el estómago. Me sentía extraña con el traje de neopreno, las aletas y la bombona de oxígeno sobre mi espalda, aunque lo que más me costaba era respirar a través del regulador. Pero todo eran menudencias ante el maravilloso mundo que veía: ahora estaba en manos del mar. Todo consistía en dejarse llevar.

     Nunca había visto tan bello espectáculo; los peces nadaban libremente, al alcance de mi mano. Los corales decoraban el fondo marino, donde me sorprendió un lenguado enterrado en la arena. Todo lo que estaba a mi alrededor me embriagaba, desde la más diminuta piedra hasta el pez más variopinto. Todo era nuevo y maravilloso. Mi alma estaba expuesta a la naturaleza más pura. Me sentía verdaderamente feliz.

     No podía creer que se nos hubiese pasado tan rápida la mañana. Mientras volvíamos al chalet, María y yo comentamos entusiasmadas lo que habíamos vivido. No sé si ella compartía mi emoción en aquel momento, pero yo sabía que el mar me llamaba, que el susurro de sus aguas quería hacerme partícipe de su lenguaje. Sólo hacía falta saber escuchar.

     La víspera de mi regreso a Madrid, mis amigos, junto a María y sus padres, me dieron la mejor despedida que jamás hubiera imaginado. Aquella mañana, al levantarme, los encontré a todos reunidos en el salón, cargados con bolsas repletas de comida. Yo no sabía lo que sucedía, e imagino que en esos momentos resultaba bastante cómica: en pijama, con aspecto somnoliento y la boca abierta de par en par a causa de la sorpresa. Articulé, tras una breve pausa, la única sílaba que salió de mis labios: <<¿Eh?>>, logrando que todos ellos riesen a carcajadas. Me dijeron que me arreglase un poco y fuese con ellos. Así lo hice, y nos dirigimos al puerto. ¡Habían alquilado un barco! Don Álvaro, que venía con nosotros, se puso al timón. Íbamos hacia Cabrera, donde haríamos una rápida visita para luego regresar a casa.

     Era la primera vez que subía en un yate. Me acerqué a la proa y me asomé por la borda. Estuve largo rato observando la estela que dejaba el barco tras de sí. La velocidad que llevábamos hacía que el agua salpicase mi rostro, más tostado que nunca. El viento me daba en la cara y ondeaba mis cabellos: henchí los pulmones de aire, como si de ese modo lograse guardar en ellos un poquito de aquella brisa marina.

     En tres horas llegamos a Cabrera. La madre de María se había mareado, pero se repuso durante el largo paseo que dimos por la hermosa costa. Mis amigos no me habían dejado sola un segundo, aprovechando al máximo el día, algo nublado pero no por ello menos bello, riendo y bromeando como de costumbre.

     A la vuelta, de nuevo en el yate, nos quedamos junto a don Álvaro, que amablemente me cedió el timón. ¡Yo sola podía pilotar un barco! Orgullosa de mí misma, viví un momento mágico.

     Cuando llegamos al puerto, pude darme mi último baño antes de regresar y ver el atardecer proyectado en el agua, que se tornaba en una mezcla de tonalidades violetas y anaranjadas, mientras oía el agudo graznido de las gaviotas. Esa noche hubo tormenta, la primera en la quincena que pasé allí.

     Desde la habitación oía los truenos. La lluvia arreciaba furiosa contra la ventana a la que estábamos asomadas María y yo, orientada al puerto. Vimos el mar de un azul oscuro y profundo, que imponía respeto y temor, y esa fue, una vez más, una débil muestra de su gran majestuosidad.

***

     Una ola me acababa de duchar por completo. De nuevo, estoy subida a un barco, esta vez como parte de la dotación. Tengo veintitrés años y soy, además de una verdadera amante del submarinismo, actividad que practico con frecuencia y nunca deja de ser innovadora, oficial de la marina. En la proa, me he vuelto a quedar ensimismada observando la estela que ha quedado dibujada, recordando el camino que seguí en esta vida, como si yo misma fuese parte de la espuma del mar. Mi niñez y adolescencia han ido quedando atrás. Sin embargo, sé que nunca desaparecerán por completo, porque aquel verano que pasé en Mallorca, han marcado mi vida para siempre.