II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Entraría hoy

Mireia García Sanz, 15 años

                 Colegio Parque, Madrid  

    ¿Entraría hoy? Para ello, el tiempo no sería una objeción, puesto que los minutos están sometidos a su deseo. Goza de tanto como lo permita su gastado cuerpo, y parece que éste seguirá cuidando de su llama, por lo menos, un día más. Nota cómo la vejez le concede un sosiego confortable, pero la idea de volver a entrar en la “sala” le devuelve la curiosidad. Le intriga profundamente los sucesos que se desencadenarán allí, lo que habrá cambiado desde la última vez. Por ello se muerde la yema de su dedo con nerviosismo antes de adentrarse en la habitación. Cierra los ojos, dibujando así nuevas arrugas que le surcan las mejillas.

    Reconoce la puerta, de ébano tallado profusamente y la presiona hasta que se abre con sutileza. Entra y vuelve a experimentar la misma sensación que en las demás ocasiones: esa mezcla de plenitud y nostalgia. Respira hondo para embragarse del perfume fresco que lo inunda todo, que es más que una fragancia. Y acercándose como si sus pies fueran un apoyo volátil y ligero, se sitúa frente al lienzo. No tardan demasiado en formarse los trazos, suaves y cortos en un principio, y luego tan decididos y rápidos que arañan la tela. Y la hieren. Y de estas llagas comienza a distinguirse una imagen lógica que va formando un dibujo.

    Un elefante yace entre un lecho vaporoso, humeante. Debajo de él, en la parte inferior, se precipitan unas cascadas de agua trasparente. No puede ver donde mueren. Todo, con colores apacibles, tan afectivos que el anciano piensa que el calor emerge del lienzo. El calor le acaricia la cara y hace que entrecierre los ojos. Entonces se detiene a observar el rostro del imponente animal. Tiene los ojos pardos y mira con dulzura el caer del agua bajo sus nudosas y pesadas patas. Los reflejos bailan dispersos en el iris cobrizo de sus pupilas. Entonces el anciano sonríe, puesto que ha vuelto a encontrar la verdad.

    Ha entrado en la “sala” tres veces, en cada una de las ocasiones críticas en las que se han sucedido simultáneamente el fin y principio de una etapa de su vida. Del primer trance, a los seis años, recuerda el rostro afable, adormilado, de una mujer de belleza serena sobre la que surcaba una paloma. En el paso con el que se adentró en la adolescencia, el lienzo le mostró un león fiero, erigido sobre unos membrudos cuartos traseros. Cuando sintió el peso de la responsabilidad adulta, al despojarse de la espontánea juventud, en el cuadro se esbozó el sudor y la sordidez de una ardua batalla. Ahora, contempla un viejo animal que descansa, como él, observando su vida ya inexorable y agotada.

    Le cuesta seguir contemplando la ilustración, puesto que las paredes comienzan a palpitar y lo mecen rítmicamente. Hoy bombean retumbando con más lentitud que en las otras ocasiones, si bien su eco sigue siendo profundo. El anciano sale de la “sala” de forma idéntica a como entró, y una ráfaga pacífica cierra la puerta.

    Deja así de zambullirse en los pensamientos, memorias y sentencias que forman su frágil pero duradero mundo interior. Aquellas posesiones que huyen de manos que no son las suyas, ya que no tienen derecho sobre ellas. Aquellos conceptos que solo residen en el corazón, donde late un lienzo que refleja la verdad. Su verdad. La subjetiva verdad de su alma.