XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Entre las favelas 

Emanuelle Grande Miranda de Sousa, 16 años

Colegio de Fomento Altozano (Alicante)

Zeca Oscar se había convertido en un traficante más del monte de la Rocinha. Sus padres fallecieron cuando era pequeño, víctimas de balas perdida durante alguna reyerta. Por eso, al no tener otros parientes, se crio en la calle y no tardó en juntarse a Big Big

Big Big vivía en una de las chabolas de la Rocinha desde hacía quince años, que fue cuando liquidó a su antigua pandilla con sus propias manos. Era un hombre fuerte y con eso se tornó el más poderoso traficante de drogas del barrio. No había habitante del monte que no conociera su nombre, aunque muy pocos podían decir que habían visto su faz, pues Big Big sabía protegerse de las miradas.

Una noche, mientras Zeca vagabundeaba en busca de un rincón donde dormir protegido de la lluvia descubrió el escondrijo de Big Big, quien le dio dos posibilidades: morir en aquel sucio callejón o trabajar para él. Desde entonces se hicieron inseparables. Ambos eran víctimas de las circunstancias, ya que Big Big también conoció la orfandad de muy pequeño. Es cierto que podrían haberse buscado un trabajo honrado en algún lugar de la ciudad de Cristo Redentor, pero no hubiesen tenido nada que ofrecer: ni estudios ni experiencia. También es cierto que en el monte había gente como María, una linda muchacha que aprovechaba la oportunidad de acudir a la escuela, pero es que era hija de una mujer heroica que trabajaba de sirvienta para una familia del centro de la ciudad, durante más de trece horas al día, con el único descanso de los domingos. A Zeca y a Big Big nadie les brindó semejante posibilidad.

María se prometió a los diecisiete años que dejaría atrás la pobreza. Soñaba hacerse médico. Desde niña lograba la excelencia en sus calificaciones y en su último año del bachillerato estaba convencida de que nada ni nadie le impediría entrar en una buena universidad.

A las cinco de la mañana salió de su casa hacia la parada del autobús. Para llegar a la escuela pasaba más de dos horas en el interior de aquel vehículo medio destripado, entre brincos y atascos. Pero le bastaba pensar en su madre para llenarse de fortaleza. Además, aprovechaba el viaje para estudiar. 

A la misma hora Zeca volvía de su última entrega, satisfecho porque iba a quedarse libre de obligaciones el resto del día. El muchacho se detuvo en la esquina de una calleja de chabolas, pues había descubierto a María en la parada y quería observarla sin que ella le viese. Siempre que podía hacía lo mismo, pues conocía los horarios de la muchacha más bonita del monte de la Rocinha. Observar los mechones rizados de María era su pasión desde pequeño. Anhelaba darse a conocer, enamorarla, pero no quería que ella supiera que era un zafio traficante.

De pronto se escucharon unos disparos, algo habitual en la favela. María, indiferente, se concentró en el autobús, que acababa de doblar la esquina y se acercaba a la parada. Se oyó una nueva detonación y una bala perdida le atravesó la frente.

Zeca la vio caer. De una carrera cruzó la calle, se echó al suelo y la estrechó en sus brazos, ahogado entre lágrimas. Presionó la herida para contener el flujo de sangre, pues María luchaba por vivir, hasta que la muchacha se fue quedando sin fuerzas y se entregó en las manos de Dios. Era una víctima más entre los cientos de asesinados que cada mes caían en el morro de la Rocinha

Nadie conocía a Big Big, pero sí a Juan, que era su nombre de nacimiento. 

Unas horas después, Juan recibió una llamada telefónica. Era su hermana, desesperada porque acababan de decirle que su hija había caído muerta en un tiroteo. Juan sabía lo que acababa de suceder, pues Zeca se lo había narrado entre lágrimas. Pensó en la droga, que lleva a cometer acciones malas. Y pensó también en María, su sobrina. Entonces comprendió que no hay dinero que justifique la muerte de una persona, el final de una historia de amor que ni siquiera tuvo la oportunidad de dar comienzo.