V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Escritor

Lucía Mouzo, 16años

                Colegio Montespiño (La Coruña)  

La pluma volaba sobre el papel, temblando ligeramente en las manos apergaminadas del viejo escritor. Saltaba con presteza de línea en línea, tachando aquí y allá, corrigiendo unas frases, completando otras; y de nuevo rellenando más líneas con aquella caligrafía apretada y enjuta, tantas veces indescifrable.

A veces se detenía un momento, indecisa, en una expectativa que hacía contener la respiración, para abalanzarse unos segundos después sobre el papel con una brusquedad sobresaltada, tratando en vano de dar caza al pensamiento.

El sol comenzaba ya a declinar y la luz se retiraba lentamente, resignándose a retroceder ante el avance inminente de las sombras. El escritor se frotó los ojos con cansancio y se inclinó de nuevo sobre el papel, apurando las últimas líneas antes de que el sol se extinguiese por completo. El único sonido que quebraba el silencio de aquel exilio voluntario era el rasgar del anciano, y un llanto tenue y callado, muy suave. Un niño lloraba en silencio encogido en un rincón. Tenía el cabello oscuro, muy oscuro, destacando sobre la palidez enfermiza de su piel. El escritor alzó al fin la cabeza y sonrió con una mezcla de dolor y ternura. El rasgar de la pluma se detuvo, y el llanto se extinguió con él.

Los días fueron transcurriendo lentamente, cada vez más largos, luminosos y cálidos a medida que se aproximaba el cambio de estación, pero el tiempo no existía para el escritor. Él seguía allí, con su vieja pluma cansada en la mano. Encorvado sobre aquel escritorio tan incómodo como irremplazable. Escribiendo. Él seguía allí. Y no estaba solo.

Un muchacho joven lo observaba en silencio, desde la puerta. Aún tenía el pelo oscuro, muy oscuro, y la tez pálida como de niño. Pero en sus ojos ya no había miedo. Y no lloraba.

-Dicen que los escritores aman a sus personajes, pero es mentira- comentó con naturalidad aunque sin poder ocultar un deje de rencor.

El rasgar de la pluma se detuvo.

-¿Cómo podrían amarlos y permitir que sufrieran en sus escritos al mismo tiempo?

El escritor se volvió y miró al chico, pero no dijo nada.

-Pero, claro, olvidaba que nadie compraría una novela sobre un niño que nace feliz, vive feliz y muere feliz. ¿No es cierto? Demasiado surrealista.

-Te asombraría conocer la cantidad de personas que nacen, viven y mueren felices- el escritor hablaba muy despacio, como si pronunciar cada palabra supusiese para él un esfuerzo inmenso-. Jóvenes y viejos. Con dolor o sin él.

-Por supuesto -comentó el muchacho con sorna- Porque a las personas nos hace muy felices sufrir.

-El dolor no tiene sentido para ti, porque te empeñas en no dárselo.

-¡Qué fácil es hablar y escribir del dolor mientras se habla y escribe del ajeno!

El chico percibió un atisbo de tristeza en los ojos cansados de su creador, que de pronto se volvieron más ancianos y consumidos, y adivinó que lo había herido.

-¿Por qué me diste voz, si puedo herirte con ella?

-Te he dado todo lo que necesitas -contestó el escritor-: la libertad, la brújula y el camino.

-Es cierto -concedió él, desafiante-. Tú me hayas creado, pero no me dominas.

Tenía los nudillos blancos de apretar con furia el pomo de la puerta, al que inconscientemente se había aferrado.

-Se acabó -añadió bruscamente.

Bajó la cabeza durante unos instantes, asimilando el sentido de las palabras que acababa de pronunciar. Pronto la alzó de nuevo.

-Me marcho.

El escritor asintió en silencio y, sin una palabra, regresó a su escritorio y una vez más empuñó la pluma.

La habitación que había abandonado años atrás, se encontraba oscura y fría cuando regresó. Vacía. Las paredes estaban desnudas y descascarilladas por la humedad. Lo único que todavía permanecía allí, como vestigio de lo que antaño había sido, era el escritorio que, aunque deteriorado por el abandono, todavía conservaba alguna hendidura manchada de tinta. Y sobre el escritorio, un libro.

Él, que ya no era un muchacho, lo tomó entre sus manos y eligió una página al azar, entornando los ojos, tratando de distinguir las letras en la oscuridad. Leyó uno de los párrafos rápidamente. Se sorprendió. Conocía aquel suceso. Lo había vivido. Apretó fuertemente los puños al recordar cómo la vida le había obligado a arrastrarse, a humillarse una y otra vez. Leía y recordaba. Recordaba y leía.

Pasó las páginas rápidamente, buscando el final, y de nuevo se sorprendió al descubrir que éste no existía. La narración se interrumpía de pronto, cerca de la mitad del libro. El resto de las páginas estaba en blanco. Pero había algo escrito en una de ellas, justo en la última, esa que algunos autores se reservan para dejar algún comentario a sus lectores: “Yo no escribo la historia, sino tú”

Él, que ya no era un muchacho, comprendió y calló.