I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Éxito

Cristina Madariaga, 15 años

                  Colegio Ayalde, Lejona (Vicaya)  

     Eran las cinco de la tarde. Hacía menos de dos horas que había amanecido después de una larga fiesta en la inauguración del nuevo bar de un amigo de toda la vida.

A penas había probado bocado desde que me había levantado y eso que mis tripas rugían pidiendo algo de alimento.

Sentada en uno de los sillones de la suite esperaba ansiosa la llegada de mi representante que traería lo que él llamaba "kit de despiste". Consistía básicamente en una peluca, unas gafas y unas lentillas de colores y en algo de ropa principalmente barata que me permitiera pasar desapercibida, algo casi imposible gracias a mi metro ochenta de estatura. No quiero sonar pretenciosa pero esta era la única forma con la que podía salir a la calle sin ser aturullada, acosada.

     Había comenzado a hacerlo hace poco, después de la boda de mi hermana mayor. En el ultimo año había protagonizado numerosas campañas publicitarias para todo tipo de marcas, por lo que mi imagen estaba casi por todas partes. Me había convertido en una de las modelos más cotizadas. Era un sueño hecho realidad. Todo mi trabajo (a pesar de no tener tiempo para mis amigos, para mí en definitiva, una vida normal para una adolescente) había dado su fruto. Pero como todo, tenía también una parte negativa.

     Durante la boda de mi hermana cada uno de mis movimientos fueron vigilados por un enorme séquito de paparazzis que no me dejaron ni a sol ni a sombra. En cierto modo, yo ya estaba acostumbrada a estos desagradables incidentes, era algo con lo que había aprendido a vivir y cada día intentaba llevarlo con la mayor calma posible. Pero aquella vez era distinto. No era mi cumpleaños, ni mi fiesta, ni mi boda sino la de mi hermana; era su día. A pesar de que mi hermana insistiera en quitarle importancia sabía que también fue un momento incómodo para ella. No era justo y a partir de ese día quedó inaugurado el "kit de despiste".

     Ese día iba a asistir a una cena con antiguas compañeras del colegio. De la mayoría de ellas no había vuelto a saber nada desde que acabáramos COU hacía ocho años.

     Con algunas solía hablar por teléfono; al principio me llamaban, sobretodo para contarme que me habían visto en un anuncio o que había una foto mía la marquesina de al lado de su casa o algo por el estilo.

     Mis mejores amigas, Marina y Soraya, fueron a verme a un desfile en Cibeles y pude estar con ellas todo el día. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Ellas eran la razón de que hubiera decidido posponer mis compromisos durante esos dos días y acudir a la cena, sobretodo Soraya, con la que siempre había tenido una complicidad especial.

     De pronto me vinieron a la cabeza miles de recuerdos: cumpleaños, enfados, disgustos, alegrías...

     Estando absorta en mis pensamientos, llegó mi representante cargado de bolsas. Vació su contenido encima de la cama: una peluca rubia oscura muy larga, unas lentillas marrones que camuflaran mis ojos verdes, un pantalón negro recto del que aún colgaba la etiqueta de la tienda, un jersey negro de cuello vuelto, un cinturón ancho verde limón con pedrería de muchos colores

y una chaqueta del mismo color que el cinturón.

     Después de vestirme rápidamente, me miré al espejo. Estaba irreconocible. Mi frente estaba cubierta por un espeso flequillo recto que cubría mis cejas negras y apenas me permitía ver; mis ojos verdes, que tanta atención habían acaparado siempre, se vistieron de un tono miel al que no estaba acostumbrada.

     Cogí mi bolso y tras maquillarme ligeramente salí del hotel que me había acogido los dos últimos días.

     Es una sensación muy extraña la que se experimenta cuando bajo tu disfraz eres consciente de lo que supondría el quitarte de pronto la peluca y ser descubierta como lo que eres.

     Llegué al restaurante donde habíamos quedado. Llegaba pronto, aún así no esperaba encontrar el bar como lo encontré. Recelosa, dirigí mi mirada a los dos hombres que sentados en la barra conversaban animosamente. A la derecha, en una mesa cercana a la puerta, una mujer luchaba para que su bebé tragase más de dos cucharadas seguidas de la comida. Por lo demás, el bar estaba desierto.

     Tal era le inactividad que había, que ni si quiera el camarero estaba en su puesto de trabajo. Me costó decidir qué hacer. Al final, decidí esperar. Esperé, esperé y desesperé.

     Al final, decidí volver al hotel y una vez allí, pedí al recepcionista que me buscara el número de alguna de mis antiguas compañeras. El trabajo debió resultar excesivamente enrevesado para el chico, porque se demoró de forma desmesurada.

     Ya en mi habitación, comencé a marcar los números que el recepcionista había logrado en su afanosa búsqueda. Las primeras veces no obtuve respuesta. Elena me contestó. Su voz me cohibió desde el principio y miles de descabelladas ideas pasaron por mi mente. Tuve que armarme de fuerza para hablar con ella sin que su tono me afectara.

     El teléfono resbaló de entre mis dedos y cayó al suelo estrepitosamente. Pasaron más de cuarenta minutos hasta que reaccioné. Ni siquiera fui capaz de llorar: ni una sola lágrima salió de mis ojos.

     No era posible: Elena deliraba. Sí, eso, eso tenía que ser o sino una broma de mal gusto, de muy mal gusto. La gente no se muere así como así. Y mucho menos ella. ¿Por qué tenía que ser precisamente ella?¿Por qué Soraya?. En ese instante desperté de mi conmoción. De pronto, mis ojos recordaron su cometido. Jamás había llorado de ese modo.

     En ese preciso momento entró en la habitación mi representante. Al verme tirada en la cama primero se extrañó y comenzó a aturullarme a preguntas. Ni siquiera me miró y le faltó tiempo para echarme en cara mi irresponsabilidad y mi falta de consideración por aplazar una importante

semana de trabajo y hacerle perder su valioso tiempo.

     No pude contenerme y comencé a gritar. Gritos de dolor, de pena, de frustración y de rabia, de mucha rabia. Mi mejor amiga, mejor dicho, mi única amiga de verdad, estaba muerta y yo, que mientras ella moría no había tenido mayor preocupación que el color de mi vestido, no

podía evitar sentirme despreciable.

     Hacía meses que no hablaba con alguien de algo que no fueran mis ultimas fotos, algún contrato o similar. Últimamente ni si quiera había hablado con mi madre. En un segundo, vi como todo mi mundo se derrumbaba delante de mí. De pronto nada tenía importancia, nada valía la pena.

     Aún con lágrimas hice la maleta, llamé a mi representante y tras decirle que me tomaba un mes de vacaciones, colgué el teléfono sin darle tiempo a replicar.

     Cogí un taxi dirección al aeropuerto. Volvía a casa.