III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Flores

Sara Mehrgut Palenzuela, 15 años

                 Colegio Alcazarén (Valladolid)  

    Marina se levantó temprano y salió hacia el aeropuerto de Cancún. Tomó un avión con destino a Valladolid. Llegó a España agotada, a las cinco de la tarde. Iba a comenzar como empleada del hogar y estaba algo nerviosa. Tenía cincuenta y seis años y se había quedado en paro en México, su país natal. Por eso había viajado hasta España, dejándolo todo, para cuidar a unas pequeñas de cinco, seis y nueve años.

    Cogió un autobús hacia Cabezón, un pueblo cercano, a las afueras de la capital castellana. Se entretuvo mirando el paisaje por la ventana. No le gustaba lo que veía. En aquella llanura sin apenas vegetación, daba la sensación de que el terreno estaba marchito, sin vida. Sintió un escalofrío al ver un par de casuchas descuidadas, tal vez las cabañas de un pastor.

    A las doce de la noche Marina regresó del pueblo a su nuevo apartamento en Valladolid. Se metió en la cama muy cansada y se durmió al instante. Las niñas no habían parado de jugar con ella durante toda la tarde y a Marina se le hizo interminable el día, por el cambio de horario. Al día siguiente le volvían a esperar en Cabezón a las doce del mediodía.

    Un mes después ya se había acostumbrado al ir y venir del pueblo a la ciudad. Le gustaban España y sus gentes, aunque a medida que pasaban los días, echaba de menos su país y, sobre todo, a su familia.

    Fue por entonces cuando Marina decidió comprar semillas en un herbolario para lanzarlas al aire desde la ventanilla del autobús. Sabía que llegaría a ver alguna transformación en esos páramos. Una semana después, seguía sin ver los frutos de su capricho, así que decidió gastar todos los días unas monedas en nuevas semillas, y regar con ellas sus viajes a Cabezón.

    Durante un año, Marina no cesó de lanzarlas a voleo, y aunque no notaba la diferencia respecto a la aridez del paisaje, sus ojos escrutaban los inmensos campos de Castilla en busca de alguna flor tropical.

    Un día, el conductor la sorprendió lanzando las semillas.

    -Llevo un año observándola por el retrovisor. ¿Por qué lo hace?

    -Deseo alegrar este paisaje –respondió con cierta vergüenza.

    -Qué ilusa –se rió-. Una persona sola no puede cambiar un paisaje.

    José, el conductor, siguió observándola día tras día. Se dio cuenta de que a Marina no le importaba que cada vez la viesen más pasajeros, que se burlaran de ella y comentaran entre sí: <<Pobre soñadora>> o <<mira que malgastar así el dinero...>>. Pero ella persistió.

    Pasaron los años y José se enteró con tristeza de que Marina había regresado a México para descansar, junto a su familia, los últimos días de su vida. El conductor, a punto ya de jubilarse, se acuerda de ella cada primavera, al mirar por la ventana del autobús y sorprenderse de un precioso paisaje cuajado de flores.