V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Galopando

María Pilar Pérez Asensio, 13 años

                 Colegio Fuenllana (Madrid)  

Cuando cabalgo, el viento me acaricia la cara mientras una agradable sensación inunda mi interior. Galopar a caballo es como volar. Al tiempo, te regala la satisfacción de dominar un animal por tu propio esfuerzo.

Siempre me han atraído los caballos. De pequeña los veía en el picadero de la Dehesa con su majestuoso galope. Contemplaba a los jinetes y amazonas saltar unas altas vallas y me decía a mí misma: <<De mayor, yo seré como ellos, galoparé y saltaré>>.

A los once empecé a montar. Las primeras clases fueron de iniciación. En los primeros momentos sentí vértigo. Me animé pensando que con el tiempo me habituaría a las alturas en movimiento...

Lo primero que aprendimos fue ir al paso. Después, el trote, que es como estar sentada sobre una batidora. Pero nos enseñaron a trotar “a la inglesa”, mucho más fácil y confortable, pues sigues el ritmo del caballo. En otras palabras, te ayuda a comportarte como si el animal y tú mismo fuerais una sola cosa, un centauro.

Hacíamos ejercicios. No soportaba las continuas órdenes de mis profesores:”baja las manos, coge esas riendas más cortas, mira al frente, siéntate en el pomo de la montura, pégale con la fusta bien fuerte, dale dos patadas…”

La relación con el caballo no es como con un perro o un gato. Es un sentimiento mutuo de afecto y respeto, ya que el equino es un fiel amigo, pues son los animales más leales y nunca dejan de obedecer a su dueño, aunque peligre su vida. Mucha gente piensa que la equitación es sólo montar a caballo, pero hay tareas cotidianas imprescindibles, como ponerle la montura, limpiar la cuadra, cepillarle, limpiarle los cascos…, que estrechan los lazos entre caballo y el jinete.

El primer día que íbamos a galopar hubo una fuerte ráfaga de viento. El caballo se asustó y se puso a hacer movimientos extraños, hasta el punto de que casi me caigo. Sé que no fue culpa suya, pero me asusté de tal forma que no podía reprimir un sentimiento de rencor hacia él. Empecé a coger miedo a los caballos; ya no me parecía tan fácil galopar.

Me convertí en la única alumna que aún no sabía galopar. Lo intenté varias veces, demasiadas en mi opinión para no conseguirlo, y llegué a pensar que nunca lo conseguiría.

Pasó el verano y el primer día de septiembre me dije que “tenía” que superarlo. A pesar de la tensión (me palpitaba el corazón en las sienes, la sangre me hervía, todo el mundo me animaba, poniéndome todavía más nerviosa...) me convencí de que si no pegaba esa patada definitiva, ya no lo conseguiría… Y lo hice, lo logré. Había galopado.

Cuando terminó la clase, cepillé con esmero al caballo y le festejé con unas zanahorias. Yo estaba rebosante de alegría. Porque galopar es comparable a volar, sentirte sujeta y en el aire al mismo tiempo… Te despierta un “cosquilleo” en el estómago.

A partir de entonces, progresé bastante rápido: galopaba todos los domingo, empecé a montar entre semana y me dieron la oportunidad de probar con equinos más fuertes. En dos semanas salté mi primera valla: galope y... ¡plop!, un salto. En poco tiempo concursaré. Ha llegado el momento de materializar mi sueño.