V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Geraldine
María de los Reyes del Junco, 14 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

La lluvia torrencial repiqueteaba en el techo, como un zumbido que nadie parecía escuchar. Bramaban los árboles sacudidos con furia por la tempestad y la hoguera parecía no calentar, ya que el ambiente era tan húmedo fuera como dentro. Varios cubos recogían las goteras con un repiqueteo insistente. El rostro amable de Geraldine estaba demacrado. Las ojeras azuladas le daban un aspecto fantasmagórico, casi grotesco. Me arrellané en mi asiento, incómodo.

-Háblame de tu padre, hijo -dijo con voz cascada.

Un trueno estalló en el exterior. Me estremecí; aún no estaba preparado para hablar de él. Titubeé.

-Venga, muchacho, no me habrás llamado a estas horas de la madrugada sólo para mostrarte dudoso -insistió la anciana.

Hice de tripas corazón y recordé a mi padre.

-Pues…, fue un buen hombre... Y un buen padre. Siempre tuvo paciencia conmigo, con todo el mundo. Era una persona caritativa y misericordiosa… -las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos.

-Suéltate, hijo. Llora lo que tengas que llorar, libérate de esa pena que hunde tu alma. Sigue hablándome de tu padre…

-Aún me acuerdo de cuando me alzaba en hombros. Me llevaba a los trigales y me decía: “hijo, ¿ves esos campos? Te dan de comer a ti y a tus hermanos. El día yo falte, los tendrás que cuidar tú…” Me parece que ese día ha llegado demasiado deprisa; sólo tengo dieciséis años y ya me he quedado sin su ejemplo -entre sollozo y sollozo, me sentí repentinamente aliviado.

La vieja Geraldine me acarició el cabello con cariño, me secó las lágrimas con un pañuelo y esperó a que terminara de llorar.

-Dime, ¿no lo sientes más cerca de ti de lo que jamás había estado? Si miras a tu interior, encontrarás un poco de él en ti. Su sangre corre por tus venas y tienes un puñado de recuerdos que nunca morirán. Cada vez que mires el cielo, piensa que tu padre está allí con Dios. Nunca olvides lo que te digo, tu padre estará contigo allá a donde vayas. Ahora vete a tu casa con tus hermanos y consuela a tu madre. Eres el cabeza de la familia y tienes que comportarte como tal -Geraldine sonrió.

Se apoyó en mi brazo mientras me acompañaba a la salida de la casa. La tempestad había amainado y yo también me sentía más calmado. Me dio el abrigo me abrazó con ternura.

-Vuelve cuando quieras, muchacho. En mi casa son bienvenidos todos los atribulados.

Y me fui donde mis hermanos. Los consolé.

Salimos adelante: logré alimento de los trigales, como me dijo mi padre un día, y sentí que él me sonreía desde el cielo, orgulloso de mí.