III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Grabado para siempre

María Estraviz, 15 años

                 Colegio Montespiño, La Coruña  

   Vine al mundo en una barriada pobre de Kinshasa. Mi madre era bakonga y mi padre un soldado hutu. Me llamaron Jihâd Marêd, que en mi idioma significa Rebelde y Lucha.

   La tribu bakonga habita en la República del Congo, mientras que los hutus son de Burundi y Rwanda. Cuando nací, y aún ahora, estos países estaban en guerra, por lo que no podían casarse dos personas de diferentes tribus. Mi madre, una simple campesina, fue violada por un poderoso general del ejército de Rwanda y nueve meses más tarde nací yo.

   Mamá ya tenía otros nueve hijos de mi padrastro. No podía mantenerme. Siempre le agradeceré que hubiese tenido el valor de traerme al mundo, a pesar de que fuese un mundo en guerra, hambre y sufrimiento, pues el Congo sufre el conflicto armado más sangriento de África. Desde el comienzo de la guerra, han muerto más de cuatro millones de personas.

   Un invierno mi madre cogió una fuerte gripe que la dejó en un estado de inconsciencia. Mi padrastro, incapaz de vivir sin sus ánimos, se desesperó y decidió echarnos de casa. Algunos de mis hermanos encontraron trabajo, otros se fueron sin rumbo y yo, el más pequeño, me busqué un refugio lejos del hogar.

***

   Me despertó un gran ruido. Al abrir los ojos me quedé asombrado: en vez de ver las paredes de paja había una enorme bandera azul, amarilla y verde, la bandera de Ruanda. Asustado, me incorporé y tras dar unos pasos descubrí que aquel ruido lo provocaban las armas del ejército ruandés. Temblando de frío y miedo me eché a llorar. Comprendí que no volvería a ver a mi familia.

   Creo que de tanto llorar me venció el sueño. Me despertó un soldado que gritaba algo que yo no entendía. Al ver que no le respondía, me cargó en su hombro, como si fuese una mercancía, y me llevó a una habitación grande y sucia en la que había muchas camas. Me depositó en una de ellas y allí me quedé hasta la noche, cuando llegaron los niños.

   Aquel lugar era una escuela militar en la que no hablaban mi lengua. A pesar de que sólo tenía seis años y los demás niños superaban los diez, tenía que realizar las mismas pruebas, la misma instrucción. Si no, no me daban comida.

   En aquel colegio pasé mi infancia, sin juguetes ni cariño. La disciplina era fuerte y cualquier falta se castigaba con severidad. Les dábamos igual; ninguno de los militares sabía de dónde veníamos o cuál era nuestra edad. Ellos sólo querían futuros soldados.

   Aprendí a sobrevivir con casi nada, a proteger mi vida, lo único que poseía. Me enseñaron a manejar el odio, la venganza y la guerra. Muchos de aquellos hombres eran monstruos, locos sin compasión ni respeto hacia nadie. Tan solo disfrutaban con la destrucción.

   Fueron los años más duros y tristes de mi vida. Comprendí que el mundo era injusto y que los grandes aplastan a los pequeños, y yo era de los pequeños, de los más pequeños. No tenía nada ni a nadie. A nadie le importaba que yo viviese o muriese. Nadie me quería. Hacía mucho tiempo que mi madre y mis hermanos se habían borrado de mi memoria.

   Cuando me pusieron un fusil en la mano y me dijeron que iba a luchar, me sentí feliz. No sabía muy bien qué esperaban de mí, pero por fin podría salir de aquella cárcel. Pensé que habría destellos de luces cada vez que matáramos un enemigo. Eso nos dijeron, que sonaría una música triunfante y que volveríamos con la bandera en alto.

   El fúsil pesaba mucho, pero estaba acostumbrado a aguantar. Anduvimos mucho, pero no me importó. Quería llegar, quería empezar, quería luchar, quería matar. No comimos. Seguimos avanzando a pesar de que calentaba el sol en su cenit. No recuerdo muy bien cuándo llegamos al pueblecito. Tenía sed y hambre. Me dejaba arrastrar en medio de los demás niños.

   Todo ocurrió demasiado rápido, pero quedó grabado en mi memoria para siempre. No hubo luces ni música, aunque sí mucho ruido, demasiado... Disparos, gritos, llanto… Disparé y el mundo se detuvo. Fueron los diez segundos más largos de mi vida. Mi bala alcanzó a un hombre que cayó hacía atrás, muerto. Yo le había disparado. Yo lo había matado.

   Entonces grité de dolor, porque aquel hombre no era el monstruo que me habían dicho. Ya nunca podríamos volver atrás.

   No recuerdo qué sucedió a continuación. Volví llorando, cubierto de polvo, barro y sangre. El enemigo lo formaban mujeres como mamá, niños como yo, como mis hermanos, ancianos...

   Durante mucho tiempo tuve miedo de volver a luchar. Hoy, ese miedo ha desaparecido, pues vivo en España, con mi nueva familia.