XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Gris 

Silvia Marcé, 17 años

                    Colegio Ayalde (Bilbao)  

Angélica subió lentamente al atril y, con aspecto frágil, desdobló la hoja que se disponía a leer.

—Hola, la verdad que no sé por dónde empezar, esto es…

Interrumpió sus palabras al quebrársele la voz, mientras los demás asistentes al evento se miraban sin comprender. Cómo iban a comprender…

Dos días atrás, Adán abrió los ojos en su cama y silbó a su perro lazarillo. Lázaro no le iba a servir de mucha ayuda, pero al menos llamaría a su cuidadora. A decir verdad, Lázaro era un nombre demasiado previsible para un perro lazarillo, pero a Adán le faltaba el color en su vida y lo necesitaba para inspirarse. Poco después sintió la áspera lengua de Lázaro lamiéndole la oreja izquierda; para llegar a su oreja, el viejo labrador debía de ponerse encima de él, pero eso Adán no lo notaba.

Entonces entró Angélica en la habitación, lo levantó, lo vistió, lo lavó y lo sentó en la silla de ruedas. Una labor agotadora que aquel hombre festejaba con palabras cariñosas:

—Eres el sol de mis mañanas grises, niña -decía el anciano, ciego y paralítico.

Angélica, invariablemente, contestaba:

—Entonces, te regalo el color de mi amanecer.

Pero aquella mañana la mujer se limitó a permanecer en silencio.

Adán desayunó, escuchó las noticias en la radio y se sumió aún más en su día gris. Gris era la palabra perfecta. La había encontrado lustros atrás, cuando, en un fatídico accidente de tráfico, perdió la vista, la movilidad y, como repetía constantemente, el color.

Aquella mañana de diciembre cambió su rutina. Después de bajarlo a la calle, Angélica lo metió en un coche.

—¿Adónde me llevas? —preguntó el viejo con cierto escepticismo.

—Es una sorpresa -respondió.

Perro, chica y anciano bajaron del coche frente a una casa de campo abandonada. El viento batía la hierba y susurraba entre las ramas desnudas de los álamos que crecían a la orilla de un riachuelo. Piaban los pájaros y se respiraban en el aire el sol invernal y el frío en la piel, el azul del cielo, el gris de las nubes e, incluso, el blanco de la escarcha. Así, por fin, Adán volvió a ver. Las lágrimas cayeron por sus mejillas al comprender que Angélica no solo le había regalado los colores que ya no tenía sino que le había traído a la casa de su infancia.

De vuelta en el piso, Adán se sentía agotado. Se sumió en un largo sueño del que el cáncer que padecía desde hacía un año no le permitió despertar.

—Sé que muchos no le conocíais bien o le considerabais huraño, pero era un buen hombre. Cuando el médico nos avisó, intenté que se marchara con una sonrisa en el rostro. Por eso lo del coche, y lo de la casa, y lo de los colores…

Dicho esto, Angélica agarró la correa de Lázaro y volvió a su sitio entre los aplausos de la familia.