III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Grumete

Jennifer Romera, 14 años

                  Colegio Aura (Tarragona)  

    Unos tímidos rayos de sol asomaban por el horizonte, tiñéndolo de rojo. Al norte se empezaban a delinear las escarpadas siluetas de las montañas como gigantes despertando de su letargo y el calor de la mañana derretía el rocío de la noche. Al sur, en cambio, todo era distinto: los granjeros se preparaban para un laborioso día de trabajo y las mujeres más madrugadoras ya se dirigían a hacer la colada en el río. Mientras, el gentío borboteaba por las estrechas calles para conseguir el pescado más fresco, ya que los pescadores acababan de arribar en el puerto. La insistencia sobre la calidad y frescura de los productos de los mercaderes, junto con el regateo entre clientes, no tardó en llenar el aire salado de la ciudad.

    También Diego comenzaba su rutina. Corría y saltaba de camino al puerto, deslizándose entre la gente, colándose en algún puesto para robar algo para desayunar. “¿Para qué dejarse la piel labrando la tierra y helarse de frío pescando por la noche, si luego son otros los que se lo comen?”, pensaba Diego. “Además, seguro que lo que no consiguen vender se les hecha a perder. No, si yo les estoy haciendo un favor. Me tendrían que dar las gracias.” Pero en realidad, sabía que aquello no estaba bien.

    -La vida no es un camino de rosas –le decía su padre–. Aprende a buscártela , que yo no voy a estar siempre para resolverte los problemas.

    Perdido en sus ensoñaciones, el joven Diego llegó hasta un cargamento de víveres apilados en el suelo. Se sentó sobre un enorme barril. De pronto, unas graves órdenes llegaron a sus oídos. Al mirar al frente descubrió una nave anclada en el puerto. Su mirada se paseaba admirada por cada centímetro de aquel buque, tratando de fijarse en cada detalle, en cada vela, en el trinquete, en el castillo de proa y popa, en el palo mayor y de mesana. Viviendo en el puerto, había visto muchos barcos, pero ninguno de tanta belleza como aquel. Su padre le había inculcado el amor por el mar durante los pocos años que estuvieron juntos.

    Saltó del barril y corrió con ímpetu hacia la nave, pero enredó sus pies en unas redes de pescar y cayó de bruces. Con la cabeza martilleándole dolorosamente, levantó la vista y se topó con unas enormes y curtidas botas que no estaban allí hacía un segundo. Siguió mirando hacia arriba y descubrió al hombre que estaba gritando órdenes a los cuatro vientos. Le miraba con una burlona sonrisa dibujada en los labios.

    Diego se levantó torpemente y se secó el jugo de manzana que aún le caía por la comisura de la boca. Estaba claro que no daba una buena primera impresión.

    -Los ojos están para mirar -dijo el hombre-. ¿Adónde ibas con tanta prisa?

    -A ningún sitio, señor- murmuró Diego.

    -¿A no? Con la velocidad que ibas, parecía que te fueras a tirar al mar. ¿Y tus padres?

    -No tengo.

    -¿Hermanos, abuelos...? -preguntó.

    Diego negó con la cabeza.

    -Bueno, tal vez sea repentino, pero a bordo estamos faltos de personal y no nos vendría mal un joven grumete como tú.

    -Señor... -balbució-. Me encantaría echarme a la mar.

    -¡Está bien, muchacho! -le sonrió-. Me llamo Cristóbal y soy capitán de esta carabela. Bienvenido a la Santa María.