XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Guadalmaid
Antonio Rubio, 17 años  

Colegio Mulhacén 

Cuando se dio la vuelta, el Malagueño estaba muerto. Una bala le había acertado en la cabeza y la sangre corría a borbotones sobre la hierba.

La visión de aquel cuerpo le persiguió a lo largo de toda su vida. El muerto había llegado apenas un par de años antes, tras la caída de Málaga, y se había refugiado en los montes, al otro lado de la rambla. Bajó al pueblo en contadas ocasiones para conseguir sustento, bien por la bondad de los vecinos o por la fuerza. Parecía un animal del monte al que la Guardia Civil, alertada por los lugareños, pretendía dar caza.

Lo conoció en uno de esos descensos. Estaba curioseando a través de las ventanas la casa vecina, con un fusil Mosin-Nagant colgado al hombro. Le invitó a entrar en la suya, le dio de su comida y lo acogió bajo su techo. Pero a la mañana siguiente había regresado al monte, así que no volvió a preocuparse por él.

Un día, unos culatazos llamaron a la puerta de su casa. Era una pareja de la Guardia Civil, que después de registrar la vivienda se lo llevaron preso por haber dado cobijo a un prófugo de la justicia. Sin embargo, lo soltaron gracias a las referencias que de él ofrecieron sus vecinos.

Los registros se sucedieron de una forma cada vez más frecuente. Incluso se acostumbró a invitar a almorzar a los tricornios tras el repaso de las habitaciones. Les aseguró que no había vuelto a ver al Malagueño, apodo que él mismo le había puesto, ya que desconocía su nombre.

Cruz Guerrero salía todas las mañanas a pasear por el centro del pueblo, desayunaba en el café de la plaza de la iglesia y echaba una partida de naipes con sus amigos de la infancia. Por las tardes acostumbraba a visitar el mismo café para jugar al dominó. Tras dar un postrero paseo, regresaba a su casa. Cruz había sido el maquinista del tren que iba desde Guadalmaid hasta Murcia, pero tras la guerra no había presupuesto para volver a ponerlo en funcionamiento. Sin embargo, le dieron un puesto como técnico medio del nuevo Ayuntamiento. El sueldo no era muy holgado, pero le bastaba para sobrevivir, incluso para permitirse aquellas visitas diarias al café. Algunos domingos bajaba hasta la rambla y recorría el cauce, hasta bordear el pueblo. En uno de esos días volvió a ver al Malagueño.

Llevaba las mismas ropas y el mismo fusil, pero había perdido una de las botas. Tenía la barba mal recortada y numerosos cortes le marcaban la cara. El fugitivo miró a Cruz, se le acercó un poco y se volvió a adentrar entre las retamas del monte. Pero Cruz Guerrero decidio seguirle. A pesar de que el Malagueño andaba encorvado, avanzaba muy rápido.

«Ya es como una cabra», pensó Guerrero.

Poco a poco la vereda fue complicándose, pues ascendía por un terreno pino y de superficie suelta. El antiguo maquinista tuvo que emplear las manos para poder seguirlo. Al llegar a un repecho, se encontró con el Malagueño apuntándole con su fusil.

—¿Qué quieres? —le preguntó. Su voz sonó apagada y, al tiempo, intimidatoria.

—Nada. Te seguía, sin más. ¿Por qué te fuiste sin despedirte?

—No me despedí porque no quise —zanjó—. ¿Te ha seguido alguien?

—No —negó Guerrero.

—¿Algo más? —le dijo mientras sus ojos relampagueaban, llenos de vida, al calarse el fusil.

—No hagas estupideces, hombre… Si ya me voy.

Cuando Cruz Guerrero comenzó a descender, oyó un disparo. Sobresaltado, por un segundo se sintió morir. Pero al palpar su cuerpo comprendió que no le había dado. Alzó la cabeza y entonces los vio: la pareja de tricornios junto al cadáver del Malagueño.