V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Harambee

Lourdes García Jiménez, 17 años

                        Colegio Montespiño (La Coruña)  

Me llamo Mariam Cross, nací en Londres hace treinta y cinco años en una familia acomodada, descendiente de la nobleza, aunque nuestro título se perdió hace ya mucho tiempo. Puedo decir que mi infancia y juventud fueron tranquilas: tenía todo aquello con lo que una niña puede soñar. Vivía en una mansión de las afueras junto a mi padre. Mi madre murió cuando yo tenía dos años. Papá deseaba que empezara a trabajar en la empresa familiar, al ser yo la única heredera.

Pero desde que cumplí nueve, ya sabía cuál sería mi futuro. Sin embargo, al cumplir los catorce me empecé a preguntar si era eso lo que yo realmente quería o si sólo pretendía agradar a mi padre. Lo cierto es que me gustaba mucho la medicina, poder salvar a otra persona me parecía lo más bonito. No estaba dispuesta a negarme ese sueño. Por eso, y aunque mi padre se negó, me matriculé en la facultad de Medicina. Después de seis años, me doctoré.

Lo que yo realmente quería no estaba en mi país, ni siquiera en el viejo Continente. Un sentimiento de curiosidad y ansias de ayuda me afloraba al observar en el mapa más abajo del Mediterráneo, África. Mientras recorría con los ojos las fronteras casi rectas del continente negro, tomé la decisión que cambiaría mi vida.

Tenía un amigo misionero. Tras informarme de las condiciones de vida y del duro trabajo que allí me esperaba, decidí trabajar como médico en un pequeño poblado de las afuera de Jartum, en Sudán. Me despedí de todos mis amigos de Londres y, por supuesto, de mi padre, que se enfureció. Pero aquella era mi decisión y así se lo hice entender.

Antes de subir al avión, observé por última vez la niebla que envolvía Heathrow. Tras varias horas de vuelo, llegue a Sudán. No pude visitar su capital, Jartum. Un pequeño ómnibus me trasladó al poblado. Tuve sentimientos cruzados de melancolía, excitación, curiosidad y, tal vez, miedo.

El nombre de la aldea era Gallizam. Sentí que me encontraba en otro mundo: había niños jugando a las orillas del Nilo azul, un aire en el que se respiraba frescor… y, en contraposición, las maltrechas casitas y la evidente desnutrición de la población.

Durante cuatro meses trabajamos por potabilizar el agua de los ríos y combatir las enfermedades infecciosas. Trajimos vacunas, creamos pozos, introdujimos nuevas formas de cultivo, pusimos los cimientos de un hospital y también de una escuela… Pero todo se vino abajo a principios del otoño, época de crecidas del río que se podían predecir con regularidad y que beneficiaba a todo Sudán y Egipto, ya que fertilizaban las tierras. Sin embargo, ese año el río traía un inmenso caudal que inundó todo el poblado.

Tuvimos que salir de Gallizam y dejar atrás nuestro trabajo. El lodo acumulado y el agua habían destrozado las casas y los pozos, y trajeron nuevas epidemias. Pedimos ayuda al gobierno de Sudán e, incluso, al de Gran Bretaña, pero no obtuvimos respuesta. Volvíamos a estar como al principio, pero esta vez sin medios para empezar de nuevo. Nuestro ánimo estaba por los suelos y no sabíamos por dónde empezar.

Una mañana de octubre me desperté con un sonido. Eran unos niños de Gallizam que intentaban retirar el lodo que había inundado la escuela.

-Harambee! – gritó el mayor.

Todos retiraron a una la arena que bloqueaba la puerta del colegio.

Organizamos a todo el poblado, reunimos a más voluntarios y utilizamos el poco dinero que nos quedaba para reconstruir el pueblo. Gallizam resurgió mucho más bella que antes bajo aquel grito: “Harambee”, “Todos juntos”.

Han pasado quince años. Nuestra ONG ha realizado otros proyectos en otros pueblos de África, pero la perseverancia y fuerza de voluntad de Gallizam me trae un recuerdo de profunda admiración hacia sus habitantes, sobre todo del niño que animaba a sus compañeros a seguir adelante al grito de “Harambee”. Ese niño es la viva representación de África.