X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Hasta la próxima partida,
amigo

Laura Castelblaque, 15 años

                 Colegio Vilavella (Valencia)  

Dejé de respirar un instante y entonces desperté. Junto a mi cama me esperaba la muerte, sonriendo. No era como la imaginamos. Su físico recordaba a un hombre extremadamente guapo: alto, con el cabello castaño y desenfadado, labios carnosos y una piel tan blanca que parecía no haber conocido la luz del sol. Lo único que le delataban eran sus ojos, color arterial. Rió a carcajadas por mi descarada observación.

-Buenos días- dije con la primera voz, ronca, del día.

Borró cualquier signo de expresión y situó su rostro apenas a unos centímetros del mío. Quizás esperaba otra reacción por mi parte. El tono de sus ojos cambió a un rojo oscuro.

-Buenos días… Voy a prepararte el desayuno -. Su voz era tan dulce y apacible que olvidé estar hablando con la muerte-. Espero que te guste, hace tiempo que no cocino.

Sobre la mesa de la cocina encontré una bandeja con huevos fritos y zumo de naranja. Comí deprisa para no hacerle esperar.

Lo encontré en el salón, junto al billar, preparando una partida.

-¿Qué quiere de mí?

No pudo esconder la risa que le provocó mi pregunta.

-¡No me hables de usted!... Quieres saber qué hago aquí, pero ni yo mismo lo sé. Tengo un problema contigo. No sé qué piensas y eso es algo que no me suele ocurrir.

Ambos quedamos callados, observándonos. Finalmente, él rompió el silencio:

-Bien, te propongo algo: juguemos una partida de billar. Si gano, vendrás conmigo. Si tú lo consigues, vivirás.

Asentí con la cabeza, intrigado.

-Empiezas tú. ¡Rompe!

En cuanto la punta de mi palo tocó la bola blanca supe que la nuestra iba ser una conversación interesante. No logré introducir ninguna de las pelotas de cerámica.

La muerte rodeó la mesa. No apartaba su mirada de mí, ni siquiera para lanzar. Tras sacudirla con el palo la blanca rozó la rayada roja, que empujó la rayada amarilla al agujero.

-Rayadas; tú las lisas.

Rodeó de nuevo la mesa, entizando el taco, seguro de tener el control de la partida.

-¿Tienes miedo?- preguntó al tiempo que golpeaba la bola blanca, que esta vez hacía entrar la roja rayada -. Se dispuso a tirar de nuevo-. ¿No respondes?

Entonces, al tiempo que golpeaba, reí. Esta vez la bola no entró.

-Mi turno- indiqué.

Colé la azul lisa.

-¿No tienes miedo? –inquirió confuso.

-Al menos, no de ti -respondí al tiempo que planeaba mi próximo lanzamiento.

-Ya veo: no temes a la muerte.

-Desde luego que no.

Fallé el tiro.

-Me toca.

Rayada verde, dentro. Rayada naranja, dentro. Descansó para entizar su palo de nuevo.

-¿Tienes miedo de que pueda ganarte? –le espeté.

Falló el tiro.

Enticé mi palo; me tocaba jugar. Bola naranja lisa, dentro. Verde lisa, dentro.

-Eso es imposible.

Bola roja lisa, dentro. Amarilla lisa, dentro. El oscuro de sus ojos aumentó dos tonalidades. Estaba nervioso. Y sí, yo tenía miedo.

-Creo que no lo entiendes. ¡Yo soy la muerte!

-¿Y por ello te crees invencible? -. Lancé de nuevo: bola morada, dentro-. Algo en ti delata tus pensamientos y sientes que puedes perder.

-¿De qué hablas?

Apartó la mirada rápidamente.

- De tus ojos –le contesté. Bola añil dentro.- Parece que sólo queda la bola negra.

La muerte utilizó el último recurso que le quedaba para vencer. En el momento que golpeé la blanca que empujaría la negra hasta el agujero derecho central y marcaría mi victoria, hizo que mi vida pasase ante mis ojos. La bola entró.

-No es posible –susurró, dejando caer el palo al suelo.

Yo me encontraba igual de asombrado que él.

-¿Por qué pensaste que ver mi vida me haría perder?

-Cuando muestro la vida a los hombres, ellos descubren un corazón impuro, una vida derrochada, un vano sentimiento de superioridad ante los demás. Entonces saben qué les espera, y el miedo a ello evita que su corazón siga latiendo. Tú, ¿qué has visto?

-Lo mismo que tus anteriores víctimas.

-¿Y por qué no has muerto?

-Arrepentimiento es sinónimo de segunda oportunidad, amigo.

-Pues parece que ahí arriba hay alguien dispuesto a concedértela. Hasta la próxima partida, querido amigo –se despidió.