XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Hay cosas que nunca
cambian

Andrea Montes, 15 años

Colegio Ayalde

Cada día, al salir del colegio, María se sentaba en el banco de un parque que había cerca de su casa, en compañía de su abuela. Para ellas, esas largas charlas se habían convertido en una tradición. Siempre tenían algo de qué hablar.

De vez en cuando, era María quien le contaba como había ido su día, pero la mayoría de las veces era su abuela la que le contaba anécdotas de su infancia. A María le encantaba escucharlas, ya que para ella eran lecciones de vida. Además, no sabía cómo ni por qué, pero siempre le acababa sucediendo algo parecido a lo que la abuela relataba.

Años después, María aún recordaba aquella vez en que su abuela le contó cómo le robaron un bolso en el que llevaba una medalla que le habían regalado por su cumpleaños. Y es que varias semanas después de que le contara aquello, a María también le robaron un bolso donde, por cierto, llevaba una medalla con la fecha grabada de su nacimiento que su abuela le había regalado. Y cada vez que algunos de estos sucesos se repetían, la abuela decía la misma frase:

—Hay cosas que nunca cambian.

El tiempo transcurrió y, aunque ambas se hacían mayores, sus conversaciones seguían siendo igual de frecuentes. Sin embargo, llegó un día en el que su punto de encuentro dejó de ser el banco del parque y pasó a ser la habitación 183 de un hospital. María estaba en su último curso de la universidad. Aún así, todas las tardes iba a visitar a su abuela y charlaban como siempre. Pero poco a poco, día tras día, la anciana tenía menos fuerzas. Su nieta intentaba entablar con ella distintas conversaciones, hasta que se hizo imposible. Después de unos meses, la habitación 183 se quedó vacía.

A pesar de la tristeza, María siguió con su vida. Al principio pasaba por el banco que había compartido con su abuela, hasta que con los años fue quedando en lo más profundo de su memoria. Formó su propia familia y la abuela pasó a ser un personaje de las historietas que les contaba a sus hijos.

Muchos años después, María empezó a sentarse con su nieta en el mismo banco del parque. Una vez la pequeña se agachó, recogió algo del suelo y le preguntó:

—¿Qué es esto, abuela?

María sintió un latigazo al darse cuenta de que se trataba de su medalla. Había unos números grabados que coincidían con su fecha de nacimiento. Entonces levantó la mirada y vio que su nieta estaba sonriendo.

—Es nuestra medalla —le contestó abrazándola.

Descubrió que era cierto lo que su abuela decía: a pesar de todo, «hay cosas que nunca cambian».