X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

¿Hay un agujero
en mi estuche?

Inés Jordán, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Al principio no le di mucha importancia. Tres o cuatro lápices no significan gran cosa. Probablemente, los habría perdido. No era la primera vez. Pero cuando las ausencias fueron en aumento, empecé a preocuparme. ¿Se me estaría yendo la cabeza? Sabía que era despistada, pero hasta cierto punto. Por si fuera poco, a la lista de pérdidas se habían sumado mi querida pluma y el sacapuntas de mi hermana.

Pasaron los días cuando me dispuse a hacer un dibujo. Se ve que aquél día no estaba muy inspirada. <<Mejor lo borro>>, pensé. Abrí el estuche y… ¡Horror! El lugar que ocupaba mi goma eléctrica estaba vacío.

Me puse a buscar, como una loca, por toda la casa, pero la goma no aparecía. Intenté acordarme dónde la había visto por última vez. Claro, ¡en el colegio! La semana anterior la había llevado a clase para enseñársela a mis amigas. Después, recuerdo, la guardé en la mochila y no recordaba haberla sacado de ahí. Instintivamente, metí la mano en el bolsillo pequeño de mi cartera: ¡También estaba vacío!

Me vino a la cabeza la última conversación que mantuve con mis compañeras. Podía oír perfectamente la voz de Claudia:

-¿Me prestas esa goma tan chula que tienes?

-Es que me la he dejado en casa.

Ella sonrió maliciosamente.

-¿Estás segura? –replicó Sofía.

Me quedé algo extrañada, pero no le di más importancia. Pero ahora empezaba a sospechar…

Al día siguiente, antes del patio, me fijé que Sofía sacaba una pluma muy parecida a la mía. Noté su propósito de que yo no la viera.

-Es muy bonita –le dije-. ¿Me la dejas ver?

-¡No! -. Y apartó la mano rápidamente.

A la hora del recreo me quedé sola en clase, castigada por no haber acabado unos ejercicios. Entonces se despertó mi instinto investigador. Y cuál no fue mi sorpresa al descubrir que dentro del cajón de Sofía había un estuche lleno a rebosar con los pequeños tesoros que me habían desparecido en las últimas semanas.

Al llegar a casa se lo conté a mis padres. Ellos hablaron con la tutora y se aclaró todo el asunto. Sofía y Claudia (el cerebro de los pequeños hurtos) se disculparon y todo quedó olvidado. O, al menos, eso creímos.

Faltaban unos días para el sorteo del colegio. Llevaba la papeleta con mi número en un pequeño monedero. Y despareció (el monedero y el número). Por supuesto, pensé que habían sido ellas y las acusé de esta nueva fechoría, pero negaron su culpa. Registré sus cajones y mochilas, sin resultado. Estaba convencida de que eran culpables.

El día después de la rifa encontré mi monedero, pero no en sus mochilas sino en mi casa. Y esta vez fui yo la que tuvo que pedir disculpas por haberlas sentenciado sin motivos.