VI Edición
Curso 2009 - 2010
Hielo infinito
Beatriz Torrellas Darvas, 17 años
Colegio Canigó (Barcelona)
El frío atenazaba las articulaciones de George y de todos los pasajeros. El viento helado llegaba a cada rincón del barco, y solo la tripulación lograba ignorarlo gracias a su dilatada experiencia por aquellos parajes.
George se arrebujó en las pieles que habían obtenido de una amable tribu de inuits del sur de Groenlandia, y se dispuso a observar al resto de sus colegas. La expedición acababa de comenzar. Él era el médico entre todos los físicos y astrofísicos que formaban parte del equipo, cerca de veinticinco personas. Su misión consistía en que todos y cada uno de ellos gozase de buena salud en el transcurso del viaje. Algo que se le antojaba muy difícil de cumplir, puesto que aquella iba a ser una arriesgada travesía.
Reinaba la camaradería en el ambiente, y muchos lo consideraban una suerte, ya que tendrían que convivir diariamente por espacio de cinco largos meses. Pero cuanto más se acercaban al Norte, a su destino, más les pesaba el silencio.
El silencio empezaba a incomodar a George, porque le hacía pensar demasiado en los errores que había cometido y le atenazaban las dudas de si estaba haciendo lo correcto o no. Empezaban a surcar por los recovecos de su mente con demasiada intensidad.
Se había divorciado de su mujer hacía dos meses. Un hecho que todavía le producía angustia y pesar. Sin embargo, lo más duro fue repartirse la custodia de su hija Kitty. El juez decidió que durante la semana estuviese con su madre, y los fines de semana con su padre.
Pero él pudo observar que Kitty, a sus ocho años, lo estaba pasando mal. Era, sin quererlo, la mayor perjudicada de aquella decisión matrimonial. También sufría Katherine, su madre. Esa fue la razón por la que George decidió aceptar la oferta de trabajo, para que Kitty pudiese llevar una vida estable y Katherine no se derrumbase durante los fines de semana. Creyó, además, que ese trabajo le daría algo distinto en qué pensar.
Llegó un momento en el que el silencio llegó a hacerse tan incómodo que George tuvo la necesidad de salir del barco. Se sentía aprisionado. Cogió sus botas y los mitones. Se cubrió con otro abrigo de pieles y se encaminó hacia la escotilla. Por suerte, no había nadie.
Miró a su alrededor y se quedó fascinado. Las frías aguas a las que tanto pavor tenía eran de un color oscuro y estaban ligeramente iluminadas por el sol, que en ese momento se ponía por el Oeste. Grandes bloques de un hielo inmaculado reposaban a la orilla de un conjunto de montañas rocosas, cuyas cimas estaban cubiertas por un denso manto blanco. Era tal la inmensidad que le rodeaba, que George no pudo menos que dejar sus sombríos pensamientos a un lado y disfrutar de tan bello espectáculo. ¿Qué era él en medio de todo aquello?