III Edición
Curso 2006 - 2007
Hija del viento
Paula Herrera
Colegio Canigó, Barcelona
Amaneció nublado. Viento soplaba más fuerte que nunca. Yo sentía como se iba acercando, ráfaga sí, ráfaga también, hacia mi almendro. Cerré los ojos, deseando con todas mis fuerzas que ese día fuera el mío. Viento acarició mis cinco estrellas y me susurró:
-Te toca, pequeña.
Respiré profundamente, sonreí al padre Viento y, despidiéndome de mis hermanas, me solté del almendro.
<<Por fin, después de tanto tiempo>>, pensaba yo, alborozada.
Viento rió y musitó:
-Ahora descubrirás todo el sentido, niña -y me empujó suavemente hacia arriba.
Atravesé las nubes y me hallé rodeada de azul. Agité mis cinco estrellas. Podía oler la libertad de mi condición. Miré abajo y, súbitamente, me decidí a empezar. Viento me acompañaba.
Volé hasta los edificios grises que rodeaban el parque, mi parque. Todas las ventanas estaban cerradas. Todas excepto una, la del cuarto piso. Me acerqué. Un hombre joven dormitaba recostado en un diván. Examiné su escritorio, lleno de papelones y tazas de café con sobres de azúcar sin abrir.
Miré más atentamente al hombre y lo reconocí: era un escritor. Llena de júbilo, me fui aproximando a él. Al llegar a la altura de su oído, me paré y empecé a dictarle quedamente un torrente de palabras sin fin. Me aparté. Él se levantó de repente, cogió papel y pluma, y escribió. Satisfecha conmigo misma, creí haber encontrado mi vida.
Volé hasta la ventana y eché una ojeada al parque: ¡niños! Cuántas veces los había visto alborotar desde mi almendro, y cuántas había deseado alborotar con ellos. Me giré y vi a mi escritor apurar un tercer folio. Dudé.
Finalmente, colocándome bien las estrellas, salté del alféizar y me dejé caer en el centro del parque. Un niño me cogió con cariño, mirándome con curiosidad infantil.
-Pepe, anda, deja eso que te vas a ensuciar -le amonestó su madre con voz cansina.
Él me echó una última mirada de soslayo, me depositó muy despacito sobre un banco y se fue de la mano de su madre. Pensé ir tras él, pero la presencia de esa mujer me lo impidió. Sin más segundos de cavilación, noté que alguien me aupaba impulsivamente.
-¡Papá, papá! ¡Ya tengo una!.
Una chiquilla me agitaba de derecha a izquierda con emoción. Un señor de aire inteligente y ancha frente se apresuró a su lado y le dijo:
-Es una hoja de almendro. Se habrá caído de alguno de estos árboles.
Me sonrojé de orgullo, me sentí importante.
-Es muy bonita, ¿verdad, papi? Mira, tiene… ¡un, dos, tres, cuatro y cinco picos! ¡Parece una mano de indio! –gritó, poniéndome en la mano de su padre.
Yo me moví un poco, por las cosquillas y esbocé mi más amplia sonrisa.
Alguien tosía en el banco contiguo. Me volví y vi a un anciano apoyado en un viejo bastón. Dudé de nuevo. Penetré en su mirada y me di cuenta de que se encontraba triste.
Anochecía. Volé hasta él. Ya no quedaba nadie más en el parque.
<<¿Porqué estará aquí tan solo y quieto?>>, me pregunté.
Me situé a la altura de sus ojos e intenté captar su atención con leves movimientos. Nada. Extrañada, me fijé en lo que se podía vislumbrar más allá de sus pupilas. Entonces lo supe: era ciego. Una punzada de compasión me sacudió y me sobrevino una repentina idea. Muy lentamente, pegué mis cinco estrellas a sus cinco yemas y dije:
-Buenas noches, señor.
Él se sobresaltó:
-¿Quién es?
-Un amigo –titubeé.
El anciano bisbisó algo ininteligible y apretó con dulzura mis estrellas.
Una lágrima salada cayó sobre mí. Justo en ese momento supe que allí, y en ningún otro lugar, había encontrado mi vida.