III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Hijo de farero

Nuria Díaz Argelich, 17 años

                  Colegio Canigó (Barcelona)  

    Su figura se recortaba, oscura, contra el horizonte. El sol, en el estertor de su agonía, pintaba el cielo y la mar. Las olas espumeantes rompían en el acantilado. Y allí, sobre aquel cabo que, intrépido, se lanzaba al Cantábrico, se alzaba el faro.

    Se le encogió el corazón. Odiaba a la modernidad que le había arrebatado su amado oficio de farero. No volvería a subir, con el quinqué dibujando sombras en la escalera de caracol, a encender la luz que, de noche, bailaba sobre las olas. Una antipática máquina, testigo de que los tiempos estaban cambiando, se encargaría de hacerlo, casi automáticamente. Se acabó el encender la mecha y esperar que ardiera la llama. <<Es el progreso>>, decían unos. <<El faro es un lugar inhabitable>>, argumentaban otros.

     ¿Inhabitable? Algo inhóspito, sí. Algo grande, también. Con alguna que otra gotera. La madera de los dinteles, negruzca, como si hubiera estado a la intemperie. La escalera, con la piedra erosionada por los años. Las grietas adornaban los techos y la sal se acumulaba en los ventanales tras las noches de tormenta. El viento rugía y las olas llegaban a llamar a la puerta. Pero el fuego de la chimenea calentaba el viejo faro. Las paredes parecía capaces de contar mil historias de naufragios, tesoros e ilusiones. La luz de la torre hería dulcemente los cascos de los barcos, dándoles la bienvenida a tierra. Se oía el graznido de las gaviotas, el murmullo del mar. Había sido su hogar desde niño. Nieto de farero, hijo de farero. Y ahora, un trasto inútil se lo arrebataba.

     Murmuró entre dientes, apretando los puños dentro de los bolsillos de su chaqueta, que olía a sal y a brea. Se marchaba a Madrid a instancias de su hija y de su yerno. ¡Madrid!, pensó con desdén. No vería el mar- su mar- ni oiría el grito de la gaviota, fuerte e indómita, acompañando al viento. No juguetearían las olas con los dedos de sus pies ni volvería a mecerse en la Dulce Juana, su barquichuela de pescador, dejando pasar las horas mientras fumaba su pipa. Ni volvería a ver agotarse el día, observando como los minutos resbalaban hundiéndose en el mar al tiempo que el sol naufragaba.

     Pareció tomar una decisión. La Dulce Juana estaba varada en la playa. Entró en el cobertizo, que más parecía hecho de arena que de piedra. Salió, a los pocos momentos, con un hacha entre sus manos. Soltó amarras y, vadeando, se dirigió a una de las múltiples grietas que se abrían en las rocas donde el agua juega a entrar y salir. Había una que le gustaba especialmente. Allí habían pasado largos ratos Juana y él.

     Dejando escapar una lágrima, asestó un hachazo a la vieja barca, que pareció reprochárselo con un solo quejido. La marea no había subido lo suficiente. Ella se encargaría de buscar un sepulcro a los maderos, y con ellos, al pasado.

Volvió a la playa, arrastrando pesadamente los pies y con la gorra encasquetada hasta las cejas.

     -¡Abuelo! ¡Abuelo!

     Las piernecitas de un niño de cinco años se esforzaban por llegar lo más rápido posible a donde estaba el viejo pescador.

La respiración afanada, su ensortijado cabello moviéndose al compás del viento, le hizo esbozar una sonrisa. Había estado demasiado solo desde la muerte de su mujer, a quien el mismo mar le había arrebatado. Muchos años a solas con el mar, su mar. Abrió, tembloroso, los brazos para recibir al pequeño. Sus cabellos estaban mojados con agua y sal. Le abrazó.

     -Abuelo, abuelo. Tienes... tienes el mar en los ojos.

     Dirigió una última mirada atrás. En la carretera, donde moría la arena, el ‘seiscientos’ esperaba.