I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Historia de mis veranos

Ana Isabel Rueda, 15 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

     Desperté con la cara pegada al cristal de la ventanilla, con una sensación de desconcierto que me hacía parecer más adormilada de lo que en realidad estaba. Paseé la mirada por la vasta mancha color pardo que era el paisaje, aliviada al recordar mi destino, para recostarme después sobre el asiento. Junto a mí, una cabeza morena se agitaba, dando vida a aquellos rizos inquietos que, desde hacía tiempo, formaban parte de mi existencia. Algo me golpeó la nuca y, al volverme, sorprendí la risa de Alba bailando entre el verde de sus ojos.

     -Buenos días, princesas –fue el saludo burlón que nos dirigió Tania, acomodándose cerca de su hermana.

     Laura continuaba moviéndose a mi lado, cambiando sin cesar de posición, negándose a abandonar el sueño. Al fin, desistió y, tras bostezar sonoramente, se incorporó hasta que su brazo encontró el mío, contrastando el color de su piel con mi palidez.

     Observando sus rostros alegres, sus manos juguetonas e impacientes, que aguardaban con ansiedad el final del viaje, recordé la satisfacción que me embargaba al comienzo de cada verano.

     Me vi de nuevo acariciando la madera antigua frente a la que amanecía, sonriendo atrevidamente a la chica del espejo grande, recorriendo sin prisas senderos de montañas, en las que nuestros pies marcaban la frontera entre lo cercano y lo inalcanzable, escuchando el canto de los cerezos mientras en silencio imaginábamos imposibles, tan sólo por soñar con ellos.

     Y detrás de todo, y a la vez siempre presente, encontraba el cariño de la abuela, movimientos callados de quien preparaba nuestra felicidad sin regirla, sin interferir en ella, admirando de lejos los frutos de un constante celo, tesón de segunda madre. Siempre palpable, siempre en la sombra.

     Y arribé a lo más profundo de ese recuerdo, y allí le encontré. Mirada que, como un haz de plata, me acogía, ruda y suave a un mismo tiempo, casi pidiendo permiso para introducirse en mi mente. La hallé vigilante, atenta, custodiando cual tesoro la intimidad de mis recuerdos. Brazos abiertos que me liberaban, reteniéndome así. Sonrisa melancólica de anciano, que hacía de nuestra mocedad su vida.

     Y supe que seríamos invencibles mientras no se quebrara nuestra unión, y que ésta se fortalecería al aumentar nuestra propia debilidad, y con ella la necesidad del apoyo de quienes alimentaban esos preciosos recuerdos, la familia cuyos grandiosos vínculos nacieron, uno de tantos veranos, en aquella tierra que amé toda mi vida. Hacia ella se dirigía el automóvil, y yo contaba los kilómetros que me distanciaban de un nuevo verano.

     La conversación cesó repentinamente y la impaciencia se apoderó de nuestros sentidos. Todas a una nos precipitamos a las ventanillas para observar extasiadas la sucesión de paredes blanqueadas de casas de cuento, un cuento en el que nosotras éramos las protagonistas. La grava crujía bajo los neumáticos a medida que avanzábamos por el estrecho camino que desembocaba en una pequeña plaza. Dos figuras despertaron, saliendo a nuestro encuentro.

     Las mellizas fueron las primeras en pisar aquella tierra castellana, y se entretuvieron descargando las maletas. Laura posaba sus pies sobre la arena lentamente, con una mezcla de veneración y temor de destruir, sin quererlo, aquello que durante tanto tiempo habíamos aguardado.

     Cuando descendí, eufórica, me encontré envuelta en un abrazo de paz, acariciada por las manos de la abuela, y, al levantar la mirada, choqué con el gris de los ojos del abuelo, que leían en mi rostro y compartían mi silenciosa alegría. Sonrisa melancólica de anciano, que hacía de nuestra mocedad su vida.

     La puerta de la casa permanecía abierta. Aquel umbral antiguo dejaba entrever un interior luminoso, impregnado de aroma de verano. Caminamos juntos hacia allí. Nuestra aventura comenzaba. Entré tras el abuelo y la luz me inundó.