II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Historia de un asesinato

Mª Lourdes García Trigo, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

    Juan se levantó de la silla.

    -Bien, ya me ha explicado cómo lo hizo –comentó con cierto cansancio-. Ahora me gustaría que me dijera el porqué.

     El otro hombre que estaba en la habitación, sonrió en la oscuridad. La poca luz que daba la lamparita del rincón, no llegaba a iluminar sus facciones.

     -Es una historia bastante larga y complicada de explicar. Puede que, después de todo, ni siquiera llegue a entenderme. ¿Realmente quiere que se la cuente?

     Juan esbozó una sonrisa.

     -Señor Hernández, llevo tres meses investigando el caso, y cuatro horas encerrado con usted. No pretenderá que me quede sin saber el móvil del crimen cuando se acaba de ofrecer, tan amablemente, a contármelo.

     - De acuerdo. Siéntese entonces, porque ya le he dicho que la historia es larga.

     Hernández hizo una breve pausa, cogió aire muy lentamente, y continuó.

     - En total maté a cuatro personas, las cuales no tenían, aparentemente, ninguna conexión ente sí.

     - Eso ya me lo dijo antes –Juan no podía disimular su agotamiento.

     - Lo sé. A cada una de esas personas, la maté por un motivo diferente, aunque se podría decir que las cuatro tienen alguna coincidencia: celos, envidias…

     Juan hizo un gesto con la mano. Aquello no le aportaba nada, la mayoría de los asesinatos se debían a esos motivos.

     -Ya; todos iguales, ¿no? Le adelantaré que mi envidia no era normal, si no, jamás hubiera llegado a esos extremos.

     Bajó la cabeza un momento, como ordenando sus recuerdos.

     –Yo fui el pequeño en mi familia. Mi madre murió al darme a luz. Dicen que era una persona extraordinaria; buena, cariñosa, guapa. Se encargaba de todo con una facilidad asombrosa… Mi padre me culpó de su muerte. Y, en cierto modo, tenía razón. ¿Ve? Parece como si desde mi nacimiento ya estuviera destinado a sembrar muerte a mi paso… ¡Oh! No estoy divagando, señor Díaz. Aguarde. Ya verá como esto es importante para el curso de la historia Como le estaba diciendo – volvió al utilizar el mismo tono pausado de antes–, mi padre y el resto de mi familia me trataban bastante, así que intentaba permanecer el menor tiempo posible en mi casa para olvidarme de ellos. Pero apareció Alicia.

     -Alicia… – le interrumpió Juan – ¿Esa no fue la chica que…?

     -¡Shh! –se llevó el índice a la boca-. No adelante acontecimientos, por favor. Todo a su debido tiempo.

     Se detuvo un instante, y continuó.

     –Aquella chica tuvo el arte de transformar mi vida. La enderezó..., ¡de un modo tan sutil! Me comprendía, me corregía… Junto a ella volví a reír, a ser feliz.

     -Y, ¿entonces?

     -Entonces… - echó hacia atrás la cabeza, al tiempo que una sonrisa sarcástica se dibujaba en sus labios– Entonces me di cuenta de que si hablaba tanto conmigo, no era porque yo le gustara, sino por llamar la atención de mi hermano. Y lo consiguió… ¡Vaya si lo consiguió! Al año se casaron. ¿Se da cuenta? ¡Contrajo matrimonio con la persona que tanto me había hecho sufrir! ¡Imagine cómo me sentía! Todos mis buenos propósitos se derrumbaron, y mi vida se hundió para siempre. Y, créame, me habría suicidado si en un momento de delirio no hubiera jurado hacerle pasar a ella todo lo que yo pasé.

     Otra sonrisa, no ya burlona, sino de locura, se asomó a su boca. Sus ojos, excitados, no estaban fijos en ningún punto de la habitación; parecía que veían más allá de sus límites. Juan, entre aturdido y expectante, no acertaba a creer lo que oía.

     -Por eso maté a mi hermano. Ella entraba en la casa… ¡Ah!, parece que estoy viendo su cara cuando lo encontró muerto en el salón. Aterrada, corrió a la vivienda de sus mejores amigos y... ¡Y también los halló muertos! Los dos, Marta y Pablo. Sólo le faltaba su madre, la única persona que le quedaba en el mundo… Y estaba muerta en la cama, las sábanas empapadas en sangre. ¡Por fin sentía ella lo que yo había sufrido en silencio durante tantos años!

     Comenzó a reírse.

     -¡Loco! ¡Loco! ¡Está loco! –murmuraba Juan.

     Y, sin volver a preguntarle nada más, lo devolvió a la celda de dónde lo había sacado cuatro horas antes.

     A la mañana siguiente, mientras preparaba su informe sobre el caso, le llegó un aviso.

El preso se había escapado. En su celda sólo encontraron una carta escrita por el prisionero y dirigida a él. Asombrado, Juan la abrió.

    Estimado señor Díaz:

    Siento haberle hecho perder de forma tan absurda la tarde de ayer. Sí, me he escapado. ¿Qué esperaba que hiciera? La historia que le conté era falsa, desde el principio al fin. Las cuatro personas que maté no tienen conexión alguna entre ellas. Mi madre murió hace tres años de un ataque al corazón. Alicia… A esa chica sólo la conocía de oídas. Y las únicas personas que son hijos de mis padres, sin contarme, son mujeres.

     Espero que salga mejor parado de sus próximos casos. Me ha caído usted bien.

     Un saludo:

     A. Hernández

     P.D. Sé que le gusta publicar los casos que resuelve. También sé que suele tener la delicadeza de cambiar el nombre de sus protagonistas. A mí me da igual. El nombre que le di, también era falso.