XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Historia de un
domingo cualquiera  

Susana Siles, 14 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga)

El domingo me levanté con dolor de cabeza, y eso que cuando miré el reloj eran las diez de la mañana y había dormido más de nueve horas. En fin, fui al baño y entonces me di cuenta de que solo podía abrir un ojo, ya que en el otro tenía una legaña que me había pegado las pestañas con tal fuerza que era incapaz de separar los párpados. Así que tuve que lavarme varias veces con agua caliente para conseguirlo. 

Por fin pude verme, y lo que vi no me gustó. No ya por mi cara recién levantada sino por un grano que me había salido en la punta de la nariz. La mirada se me centró, bizca, en ese punto. Después bajé a la cocina para desayunar. Al llegar, me dijo mi madre: 

–Buenos días… por decir algo. 

Había clavado su mirada en mi grano. 

Mi hermano señaló mi nariz aguantando la risa. Creo que hasta la madalena que me empecé a comer me miraba con descaro. El maldito grano me puso de los nervios, por lo que, en cuanto terminé de desayunar, subí al cuarto de baño a explotarlo y acabar de una vez por todas con esa pesadilla. No pude imaginar era que la cosa iba a ir a peor… Con mi acción, lo convertí en un bulto sanguinolento con forma picuda, más llamativo aún. 

Para que nadie ajeno a mi familia me viese, pasé la mañana encerrada en mi cuarto sin hacer nada. De repente mi madre entró y se quedó nuevamente sorprendida al ver mi nariz, si bien no me dijo nada, para que yo no me enfadara más de lo que ya estaba. Resulta que me tenía que vestir porque íbamos a comer en casa de mi abuela con mis tíos y primos. Supuse la cara que pondrían al verme con semejante aspecto, pero no había otra. Era eso o quedarme al cuidado de mi hermano y comer las lentejas del día anterior. Obedecí y cuidé de ir elegante para que, al menos, así compensara mi desdicha. 

La familia me recibió con gestos de cariño que fueron transformándose en estupefacción al fijarse en mi nariz. Nadie dijo nada hasta que mi primo mayor estalló en carcajadas. Una de mis tías, por apaciguar la tensión, anunció:

–Vamos a comer, que todos tenemos mucha hambre. 

Me senté en una de las esquinas de la mesa, lo más apartada posible de aquel primo. Antes de empezar, sonó el timbre. Como yo era la que estaba más cerca de la puerta, me tocó bajar las escaleras para ver quién llamaba. Con las prisas no me di cuenta de que llevaba el vaso en la mano derecha, y sin pensar demasiado me lo puse delante de la nariz para tapar el grano. Con la rapidez del movimiento me derramé parte del agua en la cara y el cuerpo. 

Al abrir la puerta me encontré con algunas de mis amigas, que sabían que estaba en la casa de mi abuela. Como si se hubiesen quedado congeladas, todas volcaron sus ojos en mi nariz, pues el vaso no solo no ocultaba el grano sino que lo agrandaba con la lupa que hacía el cristal. ¡Mi gozo en un pozo!  

Cuando volví a subir, mi madre se fijó en mi ropa.

–¡Está mojada!... Vas a resfriarte.

Después de comer nos sentamos a ver una película de guerra, de las que gustan a mi abuelo. Me puse a curiosear con el móvil, pero por poco tiempo, pues me quedé sin batería y no había llevado el cargador. 

Cuando por fin se terminó la película, la abuela pidió por teléfono unos churros con chocolate. Mientras esperábamos a que los trajeran, echamos un parchís por turnos. Fueron tres partidas, y no gané. Definitivamente, no era mi día de suerte. 

Llegó la merienda y dejamos el tablero a un lado. Los churros con chocolate es la mejor merienda que se puede tomar en invierno. Con el estómago lleno decidimos salir a pasear. Enseguida comencé a tener frío. Mi padre, que se dio cuenta, me abrazó para mantenerme calentita. En ese breve momento que me di cuenta de que no tenía motivos para estar enfadada con la vida, a pesar de mi grano y de todas las cosas que me habían pasado, ya que estaba junto a mi familia disfrutando de las últimas horas del domingo, en las que siempre está acurrucada la felicidad.